LAS COSAS SON LO QUE SON, Y A PARTIR DE AHÍ, TODO

El ser humano, según Aristóteles, es el animal que habla, que tiene logos. ¡Logos! ¡Qué palabra tan obscena! Logos significa tanto razón como palabra. Algunos han dicho que el Logos es la Inteligencia que ordena el mundo. Pero, ¿qué es más desordenado, más irreverente con la realidad, más imperfecto y lleno de aristas que la razón humana? Sólo una cosa: la palabra del hombre.
Así es como Dios creó al ser humano, como animal que tiene logos, y dice el libro del Génesis que vio que era bueno. Pero no hace falta acudir a la Biblia para darse cuenta de que el hombre, en sus imperfecciones, es como debe ser. Dice Nietzsche en La Ciencia Jovial que “veo aquí un poeta que, como muchos otros hombres, resulta más atractivo por sus imperfecciones que por todo aquello que, en sus manos, adquiere una forma perfecta y acabada […] Eleva a quien le escucha por encima de su obra y de toda “obra”, y le da alas para ascender a unas alturas inauditas”.
Russell, en cambio, parece ofenderse por la naturaleza humana. Dice en su artículo Vaguedad, con algo de resentimiento, que “la vaguedad y la precisión son características que sólo pueden pertenecer a la representación” y que “las cosas son lo que son, y esto es todo”.
Le concedo al británico que las cosas son lo que son, pero me niego a aceptar que esto es todo. Es verdad que el lenguaje es vago, pero buscar un lenguaje perfecto es enfrentarse a la naturaleza humana, además de una pérdida de tiempo.
El lenguaje no es la realidad, el lenguaje es lo que es. Las palabras son lo otro que la realidad. En las palabras está el hombre haciendo de árbitro de lo que hay. Y en las palabras se descubre el hombre a sí mismo como juez, mediador y sacerdote. El hombre es el animal que promete, como dice Nietzsche. El hombre es eso que tiende puentes entre la Natur y el Geist; el hombre es el punto de encuentro del Universo.
Así de anómalo es el hombre. Lo propio de él es la vaguedad. ¿Cómo no va a ser vago su lenguaje? ¿Cómo iba a hablar, si no, de sí mismo? ¿Cómo se descubriría el hombre a sí mismo como amalgama de materia y espíritu si su lenguaje no estuviera lleno de arenas movedizas, mosaicos y aduanas?
El hombre está llamado, por el lenguaje, a ser sacerdote que aúne el cielo y la tierra. El único altar del sacrificio es el arte. El arte es el ubi donde el hombre se descubre como hombre; el lugar donde la verdad comparece. Pero ha de comparecer forzosamente de un modo vago, porque la verdad del hombre es imperfecta. Si pudiéramos llegar a la exactitud no se hubieran inventado las metáforas.
Dice Gombrich al inicio de su Story of Art que “no existe, realmente, el Arte. Tan sólo hay artistas”. Esto parece mostrar de nuevo que el hombre está hecho para la metáfora más que para la demostración, y que el lugar donde el hombre se autoencuentra –el arte- no puede encorsetarse en deducciones geométricas. El arte, porque es expresión genuina del espíritu humano, huye de toda clasificación.
Por esto Pedro Salinas llega a decir que “para vivir no quiero/ islas, palacios, torres./ ¡Qué alegría más alta/ vivir en los pronombres!” El hombre no está hecho, en efecto, para la pura materia, para las cosas que son lo que son, y eso es todo. El hombre está hecho para ese algo más que pone en el mundo con el lenguaje. Ese algo más que hay entre el mar y el cielo -¿dónde empieza uno y termina el otro?- ese algo más, digo, es lo verdaderamente humano.
Las cosas son lo que son, y a partir de ahí, todo.