Diario de un emigrante (V)

Calle Las Violetas, Santiago

Me bajé la bragueta y me saqué todo el material. Cuando empezaba a fluir mi agüita amarilla, como dirían Los Toreros Muertos (fruto de una etapa “cultural” que a España más le valdría olvidar) escuché una voz detrás de mí: “Don Teo, ¿cómo lleva el test de actualidad de hoy?”.

Encontrarse con un profesor en el baño es una de esas cosas tan incómodas como cómicas que suceden a veces. Una vez me encontré en la misma situación con un profesor de Fcom, en Pamplona. El tipo entró en el baño y me soltó: “Hombre, Teo, ¿qué te traes entre manos?”. Pero no es la anécdota más divertida de este subgénero. Otra vez, un amigo cuyo nombre prefiero ocultar se encontró con el rector de la Universidad con un evidente problema. Tenía (el rector) una carpeta enorme que le impedía hacer sus necesidades. Mi amigo, muy servicial, quiso sostenerle la carpeta a tan insigne académico para que pudiese hacer lo que tenía que hacer, y le espetó una frase del todo desacertada: “Don Alfonso, ¿se la sujeto?”. Problemas de la elipsis gramatical.

El caso es que ayer estaba yo a lo mío cuando el profesor quiso saber qué tal llevaba el test de actualidad, y casi se me detiene la micción al escuchar su voz. Mi amigo Dani cree en el poder de atracción mental. Yo entré en el baño pensando que quizá el profe había leído mi último post de este diario y que igual no le había sentado bien lo que escribí de él… y ahí apareció. Nunca escribo con mala fe; me limito a explicar el mundo como aparece a mis ojos, pero entiendo que a veces mi decir puede no gustar a todos, porque al fin y al cabo es mi visión particular del mundo.

La escritura de no-ficción tiene ese problema: que mis personajes cobran vida y leen lo que digo de ellos. Algunas veces hasta me da la sensación de estar atrapado en mi propia novela. El hombre, al cabo y al fin, es un ser narrativo, y se empeña en buscarle a la vida un argumento. Y probablemente lo tiene. Pero me pasan cosas como lo del otro día, cuando Jesu volvió a llevarme en coche de la Universidad a casa y me dijo: “Esta vez manejaré con más cuidado para que no me peléi en tus crónicas”. Lo decía en broma, claro, pero algún día alguien me partirá la cara. Gajes del oficio. Espero que no sea el profesor, porque no me haría gracia tener que volver a Chile solamente para repetir una asignatura. Además, me cae bien. Vivimos en una tensión curiosa, la de esos profesores que saben que imponen y les gusta apretar a los alumnos, pero en el fondo los aprecian y quieren sacar lo mejor de ellos. Es una relación amor-odio en la que entra un profundo respeto profesional y una cierta sensación de impotencia. Le dije que creía que llevaba el test mejor que el de la semana pasada. (Me he suscrito a unas cuantas newsletters que me traen cada día lo importante de la actualidad chilena). Me respondió: “Menos mal, porque sus últimas pruebas son paupérrimas”.

Esta también fue paupérrima. De hecho ni siquiera la entregué, porque me dio vergüenza. No preguntó ni por la ley del matrimonio homosexual que se había promulgado esa misma mañana, ni por el último atentado mapuche en la región de Los Lagos (o en la Araucanía, no recuerdo bien), en el que han quemado 29 camiones y se ha convertido en el mayor atentado en Chile en los últimos siete años, ni por el huracán Harvey que tiene inundado Houston. Preguntó cuál había sido el resultado de la pelea de boxeo del findesemana. Mi respuesta: “Uno de los combatientes ganó 75 millones de dólares, y el otro 100”. Lo había escuchado comentar en la residencia. Me pareció tan patético que ni siquiera entregué el papel, porque no tenía respuesta tampoco para las otras tres preguntas (los ocho candidatos presidenciales, el proyecto Dominga y no sé qué más).

He descubierto que la calle Las Violetas está muy cerca de la residencia en la que vivo. Si no recuerdo mal, en esa calle vivieron un tiempo los personajes del libro que me trajo a este país. Correría a comprobarlo si no fuera porque se lo dejé a una amiga. El otro día anduve y desanduve la calle un par de veces tratando de averiguar cuál de esas casas sería la que ocupó la familia de Por donde sale el Sol, pero no conseguí descubrirlo. Por supuesto, esa familia es una ficción, y puede que la casa también lo fuera: pero no lo es la calle Las Violetas. La línea entre la realidad y la ficción, como veis, es muy difusa. (Me parece escuchar aún la voz de mi profesor de filosofía de Bachillerato diciendo solemnemente: “Hay una delgada línea roja que separa el ser real del ser pensado”). Y si no que le pregunten a Manuel Bartual.

Uno de mis personajes preferidos del libro es un fabricante de lienzos al que su mujer le pone los cuernos. Creo que murió en una inundación, aunque puede que se suicidara. Su afición era repasar las páginas de anuncios del diario y estudiar los clasificados que anunciaban casas a la venta. Soñaba su vida en cada casa, y en cada vida él era más guapo y más interesante, y su mujer no sentía la necesidad de engañarlo con sus clientes. Pobre diablo. Incluso los personajes de ficción se refugian a veces en otras ficciones para huir del peso de la realidad. Cada vez que veo los clasificados del Mercurio -que tiene un formato del todo insólito, mucho más estrecho y alargado que los tabloides europeos- me acuerdo de aquel pobre fabricante de bastidores.

Cada vez que voy al Metro paso por delante de la embajada de la República Popular China. Tiene unos muros muy altos que no te dejan ver nada de lo que hay al otro lado, y sobre el muro, una valla electrificada que chisporrotea como un cable pelado cuando pasas por debajo. A veces sale un chino uniformado con mirada lateral, como si guardara un secreto terrible, y cierra la puerta muy rápido tras de sí. En un rincón de ese muro blanco y alto y tremendo, por debajo de la valla electrificada y lejos de la vista de los chinos con uniforme, algún enamorado se ha atrevido a escribir con un rotulador negro “te amo”.

Me emociono un poco cada vez que lo veo, porque me recuerda que no hay mal momento para amar. Como dice Japo tantas veces, amar sólo se conjuga en presente. Por eso muchas veces, al pasar, se me escapa una sonrisa boba y me digo a mí mismo que nada puede salir mal, y empiezo a canturrear como un idiota los versos que recuerdo de la canción de Serrat: en teniem prou amb tres frases fetes que haviem aprés d’antics comediants. Paraules d’amor, somnis de poetes. Tot just despertàvem del son dels infants. (Acabo de comprobar en Google si la letra es así. No es así, pero qué importa).

Cada vez estoy más convencido de que la vida es un cuento a medio escribir. Me acusaréis de nietzschiano, y sé las implicaciones filosóficas de lo que voy a decir, pero creo que el sentido de la vida es eminentemente estético. Por decirlo con palabras menos heréticas y con una fuente menos sospechosa, parafrasearé a Dostoievski cuando dijo que la belleza salvará el mundo. Y ya se sabe que la Belleza, el Bien y la Verdad son tres aspectos de una y la misma cosa. Y ya podéis respirar los aristotélicos: no merezco aún un linchamiento.

Todavía me queda material en el tintero: no os he hablado de los perros callejeros ni del Club de los Poetas Muertos, ni de mi próximo debut como modelo de fotografía ni de una ciudad de colores que está triste. Pero ya llevo once párrafos, que es más de lo que muchos sois capaces de aguantar leyéndome una semana, así que lo dejaremos para la próxima. Si entre tanto mi voz muriera en tierra, llevadla al nivel del mar y dejadla en la ribera. (Me entran ganas de seguir declamando, pero más vale que busquéis vosotros el poema de Alberti).

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