Diario de un emigrante (IV)

Vista de Santiago desde el Cerro de San Cristóbal. La nube es contaminación.

A veces, de lejos, confundo los almendros con los cerezos. Sus flores (blancas y rosas), son mis preferidas. Una vez Van Gogh pintó un cerezo. O un almendro, no lo sé muy bien. Cuando iba en coche al colegio y, al borde de la carretera, florecía el primer almendro, significaba que el frío no tardaría mucho en irse, y que las nubes despejarían pronto el cielo para que la alfombra verde de la huerta de la Plana brillara más verde y más intensa y el cielo más infinito y más azul. Una huerta que, como escribió una vez mi abuelo, los ojos se comen, más que miran, absortos en un pasmo interminable.

Por eso casi lo primero que me sorprendió de Santiago fue encontrar en cada esquina un almendro en flor, en pleno agosto, anunciando que el invierno se acerca a su lecho de muerte. (Las estaciones, los días, la Historia, son siempre lo mismo, morir y nacer de nuevo, en un círculo inacabable de corrupción y vida).

El otro día un amigo me animaba a ir a Buenos Aires, la ciudad del ciego. El domingo por la tarde me quedé pensando en él. En Borges, no en mi amigo. Me duele una mujer en todo el cuerpo, escribió, entre otras joyas, quien mejor ha escrito en español en todo el siglo XX. Pero no pensaba en ese aforismo, ni en aquel otro que dice que estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo. Lo que pensaba es que la cadencia dorada de la tarde y el ritmo de los flâneurs, y las hojas cayendo en pacíficas espirales eran tan borgianas que el propio Borges no hubiese creado una tarde de domingo mejor, aunque fuera falsa. (En cierto sentido esta tarde también es falsa, porque cuando escribo adoquines y autos viejos, y el tiempo parado y la temperatura de primavera y un gato asomado a una ventana, dejo en negro sobre blanco una parte de una tarde en que alguien habrá perdido el bus, resbalado en la ducha o descubierto que no quedaba papel higiénico).

Esa tarde un amigo me llevó al tejado de una casa, donde sólo se ve cielo sobre la cabeza, y los Andes le hacen cosquillas al azul, y el sol poniente besa en la frente a los edificios. Debe ser uno de los mejores sitios del mundo. Un oasis, un domingo.

Lunes.

El dedo de mi profesor golpeó dos veces, implacable, un vacío en mi mesa. “Le falta algo aquí, don Teo”, me dice con cierta sorna. A los quince o dieciséis años empecé a poner un crucifijo en mi mesa de trabajo (en casa, en el colegio, en la redacción, en la Universidad) cada vez que me siento a trabajar. Mientras escribo esto, también. Me ayuda a recordar por qué hago las cosas: para cambiar el mundo, por pequeña que sea mi tarea. Ese día se me olvidó sacar mi crucecita del estuche, y el profesor se encargó de recordármelo. “Si tuviera que escribir un perfil sobre usted -me decía- empezaría señalando ese detalle”. Acto seguido se fue a buscar un café.

Le comenté a mi compañera que, efectivamente, el profe tiene espíritu de reportero. Si yo tuviera que escribir un perfil sobre él (lo digo para devolverle la jugada de convertirme en un personaje de su hipotético texto) no empezaría diciendo que es el jefe del cuerpo de reportajes de findesemana del Mercurio, el principal diario de Chile. Tampoco diría que es alto, que siempre lleva un abrigo hasta las rodillas o que cuida mucho su barba. Diría, más bien, que le encanta cruzarse de brazos porque sabe que por debajo del puño derecho de su camisa asoma un tatuaje que contrasta con el nudo perfectamente estilizado de su corbata. Diría, tal vez, que lleva el reloj tres minutos adelantado y que, por tanto, vive un poco en el futuro. Diría que disfruta presentándose a sí mismo como una contradicción, como un vegano que no cree en los principios del veganismo; como un progresista (“No soy de derechas, desde luego, aunque tampoco de izquierdas”) que dirige una de las secciones más editoriales de uno de los diarios más a la derecha del espectro chileno. Le encanta escucharse hablar, sentarse en el suelo, pegado a la pared, dejar sobre la mesa su paquete de tabaco, responder al teléfono en clase para decir “te llamo en cinco minutos”, y después de colgar: “Cosas del periodismo”.

Otra cosa que se podría incluir en mi perfil es que procuro evitar hacer deporte, porque es muy malo para la salud. (Una vez jugué un partido de fútbol y me hice un esguince, así que lo dejé). Sin embargo, a veces me gusta salir a correr, o a andar, a la montaña. El otro día subí el Cerro de San Cristóbal. No es una gran montaña, a decir verdad, pero menos da una piedra. Hay un teleférico de colores en el que suben las familias y los enamorados; una carretera asfaltada por la que suben los ciclistas y los runners, y una senda campo a través por la que suben los españoles, los jabalíes y los atracadores (que no atracan ni a los españoles ni a los jabalíes, sino a las parejas que andan buscando una intimidad bucólica).

Al llegar a la cima uno se encuentra una vista de Santiago impresionante, que debe ser todavía más espectacular en verano, cuando la luz brilla más y la contaminación no forma esa nube que permanentemente cubre la ciudad y sobre la que sólo asoma la mole del Costanera Center, el edificio más alto de Latinoamérica. En la cumbre había una algarabía de colores, voces gritonas, niños juguetones y hombres orquesta. Música por aquí y por allá, globos, alquiler de bicicletas y vendedores de agua. También hay un árbol que plantaron unos vascos en algún momento: un brote del árbol de Guernica. En la valla que lo rodea se puede ver la ikurriña, y alrededor los escudos de las provincias de Euskal Herria. Entre otros, destacan las cadenas de Nabarra (sí, Nabarra en lugar de Nafarroa, eso pone). Espero que Juan Urra no suba nunca al Cerro de San Cristóbal, porque sería capaz de llevarse de ahí el regio escudo navarro y, de paso, prenderle fuego al árbol de Guernica y bajar, cerveza en mano, cantando el Oriamendi. Por encima de todo eso, y por encima de cualquier otra cosa en la ciudad, hay una imagen de la Virgen de catorce metros de altura, copia de la que hay en la Plaza de España de Roma, y que fue hecha en hierro fundido en el taller Val d’Osne de París.

Hoy es el cumpleaños de Vali. Ayer vino su hermana desde Panamá para darle una sorpresa, y mi papel consistía en obligarla a salir a cenar. No fue fácil, pero lo conseguí. Me encantan las sorpresas, y la cara que pone la gente cuando las recibe. Sobre todo porque dar una sorpresa a alguien significa decirle que es importante para ti. Y eso me hace seguir creyendo en la humanidad.

La semana pasada iba a coger la micro para volver a la residencia. Solamente estaba en la parada el revisor. “Hemos terminado la mañana con una mala noticia”, me dijo a bocajarro. Esperaba que me hablase de fútbol o de política. “Ha fallecido un sobrino mío”, me explicó con resignación. Felipe (así se llamaba el sobrino) tenía treinta y dos años, una hija de cinco y un perro. Tenía una fábrica de prótesis y le gustaba ayudar a los demás, en especial a los discapacitados. Mientras estaba trabajando ardió una fábrica al otro lado de la calle, y corrió a ayudar. Cuando todo el mundo estuvo a salvo intentaron rescatar todo el material que pudieron de la fábrica. Mientras Felipe ayudaba a sacar una máquina muy pesada, ésta se resbaló y le aplastó el cráneo. Los servicios médicos no pudieron hacer más que certificar su muerte. Le aseguré al revisor que rezaría por Felipe, que murió como un héroe, y por su familia. Conteniendo las lágrimas me dijo: “Cuando venimos al mundo, venimos con el boleto de vuelta ya comprado. Su vuelo salía hoy, y punto”. Es cierto. Me enseñó en su móvil una foto de Felipe con su hija tomada a penas una semana antes del accidente. Sonreía como sonríen los que tienen la vida por delante. Entonces llegó el bus C02c dirección Los Dominicos y tuvimos que despedirnos. Y a pesar de todo siguen floreciendo los almendros.

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