
“¿Hay wifi?”, preguntó Vali al mesero. “¡No, lo siento mucho!”, se disculpó cortésmente el camarero, retirándose. Nos echamos a reír. ¿Cómo iba a haber wifi en ese sitio? Estábamos en un restaurante pequeño de Isla Negra, un pueblo de 2.000 habitantes frente al mar, en la quinta región, que consiste básicamente en una calle por la que pasan los autobuses, una docena de restaurantes, unos cuantos puestos de souvenirs y -he ahí el atractivo del pueblo- la casa donde vivió y murió el poeta Pablo Neruda. El restaurante tenía encendida una chimenea y una telefunken del año 57 a.C. El techo y el suelo son de madera; los carteles no prohíben fumar, sino que señalan la “zona de no fumadores”, y la iluminación consiste en unos pocos tubos de neón. Comimos una paila marinera, que es una sopa de marisco deliciosa que tiene más bichos que caldo (ahí, frente al océano, se comen pescados muy ricos) y una especie de moluscos con parmesano cuyo nombre no recuerdo, pero que todavía hacían cricrí al masticarlos, por la arena de la playa.
“¿Aló? ¿Don Teo?”. No daba crédito cuando escuché la voz de mi profesor al otro lado del teléfono. ¿Qué narices hacía llamándome un sábado por la mañana? “¿A qué hora se acuesta usted?”, me preguntaba al otro lado de la línea. “Demasiado tarde”, le respondí calibrando mis ojeras. “¡Le llamé anoche a las diez y no me lo cogió!” ¿Anoche a las diez? ¿Qué hace un profesor llamándome un viernes a las diez de la noche? ¡Además, estaba en el cine! ¿Que viendo qué película? ¿Y a usted qué le importa? (Eso lo pensé en voz baja, pero no lo dije). No entendía nada. Al rato comprendí que me llamaba por el correo-e que le mandé exponiéndole mi problema con los venezolanos. Que hiciera preguntas en Isla Negra y a ver si conseguía sacar algo. Ya, bueno, es lo que iba a hacer, no me quedaba más remedio. Pero después de eso tardé un rato en asimilar que el profesor me llamara por teléfono. He preguntado por si es una costumbre chilena, pero no. Son cosas de este buen hombre, vicios de periodista. El lunes, como no hubo clase, me mandó las notas de mis últimos trabajos por WhatsApp.
El caso es que el lunes tenía que entregar un reportaje y el viernes por la tarde se me cayeron las fuentes, así que me quedé con una mano delante y otra detrás, dos días, pocas ideas y un agobio del quince. Al final decidí que son gajes del oficio y que no valía la pena preocuparse. Me encomendé a mi ángel custodio, le pedí que me solucionara el asunto y subí casi sin dormir a un bus en dirección a ese pueblucho donde el autor de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada pasó buena parte de su vida. (Creo que ese poemario lo robé alguna vez de alguna parte, o puede que se lo regalara a una chica, o tal vez hiciera ambas cosas). Total, que cuando ya estaba allí me llamó el profesor para decirme que fuera y que escribiese lo que viera. En el fondo agradecí la confirmación, pero me sorprendió lo de llamarme por teléfono.
El custodio se portó, porque en cuanto llegué a la casa de Neruda entablé conversación con uno de los empleados de la fundación. Cuando llevábamos diez minutos hablando me dijo que él conocía a la persona con la que tenía que hablar: el hijo adoptivo del poeta. El hijo -Enrique, se llama- era un chico huérfano de Isla Negra del que Neruda se enamoró una mañana que el crío, a sus tres años, jugaba en el jardín del poeta. Desde entonces lo trató como un hijo y durante dieciséis años lo tuvo prácticamente viviendo en su casa, aunque nunca heredó el apellido. Lo entrevisté largo y tendido en el jardín donde tanto habían jugado el premio Nobel y él. A Neruda él lo llama Pablo, o también El Viejo. Fue testigo infantil de las fiestas que la élite cultural comunista chilena celebrara en aquella casa en forma de barco. Recuerda, por ejemplo, que la primera vez que se sentó a la mesa del Viejo estaba invitado a comer Salvador Allende. Y lo demás ya os lo dejaré leer en el reportaje, que parece (no es seguro, pero va bien la cosa) que lo van a publicar en una buena revista.
A propósito del cine, tengo que reconocer que al principio tenía miedo porque iba a ver una peli de terror y pensaba que estaría doblada en latino, y entonces en vez de miedo me daría risa. Pero no, eso de doblar las películas aquí no se lleva. Ven la versión original subtitulada, lo cual me alegró bastante. Es más, les da risa que en España veamos las películas en castellano. El otro día, un profesor empezó a mofarse en clase de ese asunto. Me miró a mí, el español, claro, y empezó a poner la voz del doblador de Leonardo Di Caprio en Titanic mientras gritaba (¡en medio de clase!): “¡Joder, que noz hundimoz!”, procurando pronunciar muy bien las zzzetas y las jjjotas. Todo el mundo se partía de risa. Bueno, gracias a Dios la película no era en latino, sino en inglés. Era It (eso), que no es tan buena como dice Fran. Está bien, pero meh. Aun así lo pasamos muy bien.
El día anterior había ocurrido algo sorprendente. Montaron en mi Universidad un pedazo de fiesta como no he visto yo en mi vida en un centro educativo. ¡La facultad de Ciencias parecía un festival de música! Habían preparado un escenario de primer orden donde una banda tributo a Queen levantó los ánimos del personal hasta casi casi tocar el cielo. Antes de Queen fueron las finales de un concurso de música en el que participaban distintos grupos de estudiantes y que me daban mucha envidia porque cantaban que daba gusto. ¡Quién pudiera! Aunque después de Queen la cosa empezó a degenerar con la aparición de un sujeto archiconocido en las Américas que responde al nombre de Franco el Gorila, y que no es ni más ni menos que un reguetonero negro de unos 300 kilos que canta canciones de una bochornosa índole sexual, que es tanto más bochornosa cuanto más ves al sujeto que las canta. Pero allí estaban todos: algunos de clase de Filosofía, otros de clase de Periodismo… Al que no vi es a Manuel.
Manuel -el mae- es costarricense, pero hace varios años que vive en Santiago y es compañero mío de clase. Hace tiempo que le prometí que escribiría sobre él en mi diario, porque es uno de mis principales fans, pero la verdad es que aún no lo había hecho. “No leí del todo tu último post -me dijo el jueves- porque me di cuenta de que esta vez tampoco hablabas de mí”. Así que, claro, no puedo arriesgarme a perder un lector. Manuel adora el fútbol y el Chiringuito, y también a los españoles y a Keylor Navas, y a mí porque soy español y los españoles escribimos bien (¿?), y a veces, en un arrebato de devoción futbolística, me llama Josep Pedrerol. Qué cosas.
En realidad, hace tiempo que no veo a Manuel, porque el lunes no hubo clase, entre otras cosas, porque era 11 de septiembre. El 11 de septiembre de 1973 el general Pinochet dio un golpe de Estado para derrocar al presidente Allende. Después de la dictadura, cada 11 de septiembre hay disturbios “sobre todo en las universidades y en los barrios marginales”, me contaba un conductor de Uber. Yo hubiera salido a comprobarlo con mis ojos si no fuera porque estuve todo el día en la cama con una especie de virus que me tuvo en K.O. absoluto (esta mañana tenía agujetas en el abdomen, la caja torácica y los músculos del cuello). Pero iba en serio lo de los disturbios. A las siete y media de la tarde estaba en un sitio, y alguien dijo: “Bueno, vayámonos ya, que hay que llegar a casa y hoy es día 11”. Eso me dio muy mal rollo. Y mandaron un mail de la Universidad diciendo que la asistencia a clase no era obligatoria porque, claro, era 11 de septiembre. A las diez y media empezaron a escucharse ambulancias en la calle. Bruno me miró con cara de psicópata y dijo: “Ha empezado la Purga: la noche de las bestias”. Todo aquello está casi olvidado para la mayoría, pero es evidente que todavía hay gente con ganas de sangre… y que está asumido por la sociedad chilena.
Hoy ya me he levantado de la cama porque no soportaba más tiempo eso de estar enfermo, y me he autodeclarado sano, y he renunciado a la dieta blanda. Además, tengo que estudiar caleta, porque esta semana tengo dos exámenes: uno de Economía y otro sobre el “De Republica” de Cicerón. Lo he terminado hace un rato y me ha parecido, sobre todo el último capítulo, de lo mejor que he leído en mi vida. Y ahora os dejo, que los exámenes no se estudian solos.
P.S: el domingo es mi cumpleaños y me gustan las cartas y los coches.