Diario de un emigrante (VIII)

Tumba de Carmencita en el Cementerio General de Santiago

Había una vez una puta que hacía milagros. Se llamaba Margarita del Carmen Cañas, y emigró, como tantas otras personas, del campo a Santiago después del crack del 29. Llegó a la región metropolitana a los 21 años y eligió Carmencita como nombre de batalla. Con sus armas de mujer enamoró a Julio Marín, un millonario que abandonó a su esposa para entregarse a la Carmencita. Ella murió a los 37 años en el Hospital San Francisco de Borja y fue enterrada en el Cementerio General de Santiago.

Al pasar por delante de su tumba me quedé asombrado de la cantidad de flores, velas y juguetes que la piedad popular ha ido acumulando sobre sus huesos cansados de… bueno, de vivir. Hay decenas, quizá cientos de placas -de mármol, de latón, de piedra- agradeciendo los milagros de Carmencita. “Gracias, Carmencita, por los favores recibidos”. “A Carmencita, en agradecimiento por favor recibido”. Y así hasta infinito. Lo más tétrico del lugar son los juguetes. Peluches, muñecas y globos atestan los alrededores de la tumba. El origen de esta devoción es una estafa: un cuidador del patio del cementerio que andaba un poco escaso de liquidez y decidió poner una hucha en la tumba de la Carmencita. Contó a todos los que pasaban que la que estaba allí enterrada era una pobre niña violada y asesinada brutalmente a la edad de nueve años, y que no tenía quien pagara el mantenimiento de sus huesos. Y que si no se pagaba, habría que lanzar sus restos a la huesera. Y, en fin, así la gente empezó a implorar a Carmencita esos favores que parece que cumple por docenas, pensando que era una niña a la que cruelmente le arrancaron la vida. Me mata la curiosidad de conocer la historia que habrá detrás de cada una de esas placas, pero creo que eso va a ser imposible.

En el Cementerio General de Santiago reposan, además de la Carmencita, los cadáveres de otros dos millones de personas. Como en tantos camposantos, algunos muertos tienen quien les lleve flores, y otros se han convertido en nido y estercolero de palomas. Allí, como en todas partes, los ricos se entierran en grandes mausoleos con más o menos gusto estético, y los pobres se abandonan en un pedazo de tierra o detrás de una lápida sin nombre en una estantería de fiambres. Entre los que están enterrados en mausoleos destacan los nombres que han pasado a la Historia y que la gente conoce porque hay una parada de metro o un parque homónimos: O’Higgins, Baquedano, Montt. Y también, en el corazón del cementerio, rodeado de claveles rojos -qué si no-, yace Salvador Allende con la única inscripción de la fecha de su muerte: 11–09–1973. Para los chilenos, esa fecha significa muchas cosas. El otro día hablé con un psiquiatra sobre la posibilidad de que el suicidio fuese algo así como genético o hereditario. Me dijo que genético no, pero sí hereditario, en el sentido de herencia cultural. Y me contó el caso de la familia Allende. Desde que Salvador Allende se suicidó después del golpe de Estado de Pinochet, en esa familia se validó el suicidio como forma noble, incluso heroica, de abandonar este valle de lágrimas. Y son unos cuantos los Allendes que han puesto fin a sus vidas disparándose una bala entre las cejas.

Vi en el cementerio un gran edificio blanco que ponía “Sociedad Española”, y que en la puerta lucía el escudo de nuestra patria. Entré sobre todo por curiosidad. Allí están enterrados los españoles que emigraron a Chile durante las últimas décadas. En la cripta, Trinidad lloraba delante de la tumba de su padre, Fulgencio García. Don Fulgencio era piloto militar en tiempos de la República. El 18 de julio de 1936 estaba en Moscú haciendo unos ejercicios militares. En cuanto llegó noticia del Alzamiento, los rusos mandaron a don Fulgencio a Siberia, al gulag. Allí permaneció quince años. Incluso los rusos se sorprendían de su aguante. “¿Todavía vivo, García?”, solían bromear con él sus guardianes, que de vez en cuando lo llevaban al paredón sólo para echarse unas risas. Al soltarle los rusos no pudo volver a la España de Franco, así que se vino a Chile. Se enamoró, claro. (Dicen que en cuanto conoces de verdad a los chilenos, o te enamoras y te quedas para siempre o los odias y no vuelves nunca). Se casó, y tuvo una hija chilena, que habla con acento chileno, pero que conserva su traje de fallera y prefiere celebrar el 12 de octubre que el 18 de septiembre. Me ha invitado a la celebración que hace el Estadio Español (una asociación de españoles emigrados a Chile) para el Día de la Hispanidad. Hay comida española y muestras folclóricas de varias regiones. Y sangría. Y la fiesta termina con la cremà de una falla. Obviamente, no me lo voy a perder. Trinidad me ha ofrecido dos entradas, así que iré para allá y ya os contaré cómo son las fallas en Chile.

Pam, racatamtam, pam, pam, racatamtam. Todo el estrado de madera temblaba como un terremoto cuando llegó la hora del zapateo. Ellos y ellas, con sus pañuelos en ristre, algunos borrachos, algunos sobrios; unos, huasos, otros, cuicos; unos jóvenes, otros, viejos; unos, profesionales, otros, aficionados; bailaban la cueca como si fuera lo último que fueran a hacer en esta vida. Algunos usaban servilletas de papel, y otros, pañuelos bordados; algunos iban en vaqueros, otros, con el traje tradicional, las botas, las espuelas y el sombrero. No hay nadie en Chile que no sepa bailar la cueca. Y también yo la bailé, claro. Tuvieron que enseñarme -no es difícil- pero aun así no soy capaz de coordinar más de tres pasos seguidos. A nadie le importó, porque cada pareja estaba concentrada en su baile, que es una especie de rodeo convertido en danza. Ofrécele el brazo a la señorita, dale el paseíllo, aplaude mientras suenan las payas. Y empieza el baile. Primero, la media luna; luego, la vuelta; después, el ocho, y rompe por fin el zapateo. Siempre con el pañuelo en ristre: ellos, cazándolas a ellas; ellas, dejándose primero seducir, escapándose luego.

Un escritor -creo que era Kapuscinski, pero no me hagáis mucho caso- solía decir que para conocer una sociedad hay que visitar sus mercados para ver cómo tratan a los vivos y sus cementerios, para ver cómo tratan a sus muertos. No he visitado el Mercado Central más que de pasada, pero creo que las Fiestas Patrias me han servido igual para este propósito. El 18 de septiembre celebra Chile su fiesta nacional, que no es el día que se independizaron, sino el día en que realizaron su primer acto independiente (que, irónicamente, fue una Junta de Gobierno en la que se juró fidelidad a Fernando VII en contra de la invasión del francés). Todo el país es una fiesta, desde el Norte-Norte hasta el Sur-Sur. En Santiago, todos los edificios lucían sus enseñas nacionales, y cada calle era una fiesta. Yo, por supuesto, no me perdí ni una fonda: desde las más tradicionales, como la del Intercomunal, hasta las más flaite, como la del parque O’Higgins.

Tengo que decir que en Chile saben cómo tratar a los vivos. Comí asado (que es como una macrobarbacoa con piezas de carne de tres dedos de gordo) y mote con huesillo, y anticuchos y empanadas y terremoto, y chicha, que es como un vino de manzana, y la sempiterna piscola, y todo eso. Bailé todo lo bailable, hasta que cerraron las fondas (no es muy tarde, mamá, tranquila). También hay juegos de feria. Me subí al toro mecánico y le di un martillazo a esas cosas que le das con el martillo y un peso de metal sube para arriba para demostrar lo fuerte que eres, y jugué a un juego de puntería, y en alguno de esos juegos gané una camiseta, que aquí se llaman poleras. Al llegar a casa descubrí que lleva en la espalda un letrero con el hashtag #SoyUnaMamiCaliente, así que dudo que pueda utilizarla en algún sitio decente.

El domingo fui a Misa a una parroquia que queda cerca de mi residencia. No os podéis imaginar mi cara cuando el párroco, al acabar la celebración, dijo que a continuación saldríamos todos a la puerta a cantar el himno nacional delante de la bandera (sí, también izan la bandera en las iglesias). Y allá que fueron todos los parroquianos como un solo hombre a cantar las grandezas de Chile, que o la tumba serás de los libres o el asilo contra la opresión. Luego el sacerdote, revestido con la casulla y todo, gritó más con el corazón que con la garganta: “¡Viva Chile!”, y todos respondieron con vítores. Si alguna vez llegan mis ojos a ver algo parecido en España no sabría en qué país vivo.

Además, el domingo fue mi cumpleaños. En la residencia me hicieron una “paella” con huevo duro, guisantes, pollo, gambas… En realidad me hizo ilusión, y estaba muy rica, aunque no supiese a paella. Me cantaron el cumpleaños feliz a la chilena, que tiene la misma música pero una letra distinta. Algo así como cumpleaños feliz te deseamos a ti; feliz cumpleaños, Teo, que los cumplas feliz. Qué hueá, hueón… Y me hicieron una tarta de chocolate y soplé las velas. Como no sabía si tenía que pedir un deseo o veintiuno, cuando fui a pedirlo ya había soplado, así que creo que he perdido mi oportunidad. También me hicieron una especie de show-sketch en el que uno se hacía pasar por mí. Sólo que yo era en la historia un caballero español del siglo XVI que viajaba a Chile para escribirle al Rey describiendo la España de ultramar. Y al llegar acá me encontraba con un huaso que me explicaba la realidad chilena. Casi morí de la risa. El huaso acababa cantando Si vas para Chile, que es un vals muy bonito que termina diciendo: Campesinos y gente del pueblo te saldrán al encuentro, viajero, / y verás cómo quieren en Chile al amigo cuando es forastero. Y eso, tengo que decirlo, es verdad.

Y así han sido las Fiestas Patrias y mi cumpleaños. ¡Qué dura es la vida! Lo único malo de las fiestas es que terminaron y hay que volver al trabajo.

P.S. Me regalaron el coche y la carta.

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