Un día cualquiera, por ejemplo hoy, puedes leer en el New York Times a la duquesa de Sussex llorar por su hijo muerto. Puedes ducharte con agua fresca —otra vez se agotó la caliente— y discutir con tu novia por una tontería que se os hace bola. Puedes perder vilmente el tiempo trabajando y preparar después un arroz caldoso caliente, muy caliente, como una manta gorda olor de vieja en la casa del pueblo para que no se enfríen el alma ni los pies. Puedes leer un rato, tirado en la cama, sobre bombas y cadáveres y vidas rotas, hace tiempo, en Belfast. Puedes encender un cigarro —Juan Carlos Onetti, ya terminal, los prendía para verlos consumirse y le decía a su mujer, dicen: «Tú no sabes lo que es un vicio»—. Puedes trabajar un rato más, empezar a editar una entrevista, escribir una reseña mala pero grandilocuente de un libro que en realidad no te gustó. Puedes coger el teléfono y escuchar que acaba de morir Diego Armando Maradona. Y en cuanto te despistas el otoño te la ha vuelto a jugar. Es de noche otra vez, maldita sea. Otro día más sin haber escrito nada que valga la pena.