
La biblioteca de mi abuelo siempre ha sido un lugar sagrado. Los libros se amontonan en las estanterías, hasta el techo. Es un lugar que ya no tiene luz eléctrica, porque hace años que la casa está abandonada. Uno de mis pasatiempos favoritos es inspeccionar todos los cajones y las estanterías y dejarme sorprender. Una vez encontré el relato de la Segunda Guerra Mundial en los periódicos de los años cuarenta, que mi abuelo recogió y encuadernó con cariño. Otra vez encontré una estrella de mar olvidada en un estante. Otra vez, un pequeño frasco de cristal lleno de tierra gris con una etiqueta minúscula escrita con la caligrafía menuda y afilada de mi abuelo: tierra de Tierra Santa.
Hay restos de una colección de sellos, la edición completa de los evangelios apócrifos y decenas de cartas de gente que ya está en el otro barrio. Un día, en una de mis inspecciones, encontré tres tomos amarillentos mecanografiados. En la cubierta, el autor, el título y el año de edición: Leopoldo Peñarroja Centelles, Pequeña historia de una Misa, 1958. Se trataba de la única edición de un libro que escribió mi abuelo. El hallazgo me resultó apasionante, pero luego descubrí con pavor que los tres tomos que había encontrado eran tres de los cinco capítulos del libro… y que no quedaba ni rastro de los otros dos.
El libro, con ese título tan peculiar, es la biografía del beato Recaredo Centelles Abad, sacerdote y mártir, que, además de santo, era el tío de mi abuelo. Mi abuelo estuvo allí la noche en que se lo llevaron al paredón arrancándolo de los brazos de su familia, y fue él quien fue a buscar el cadáver de su tío y el de su padre -mi bisabuelo- a una fosa común, al terminar la guerra.
Hoy hace exactamente ochenta años de aquella noche fatídica. La madrugada del 25 de octubre de 1936, mi bisabuelo y el tío Recaredo, como le llamamos cariñosamente en casa, fue llevado a fusilar. Era la madrugada de la fiesta de Cristo Rey. La primera bala le hirió en el brazo, sin matarlo. Los verdugos se burlaban: ¿Qué pasa, cura? ¿Ahora no nos bendices? El beato Recaredo pidió que le diesen la vuelta, y con el brazo que le quedaba sano, bendijo a sus asesinos mientras el tiro de gracia le atravesaba el cráneo.
A continuación, reproduzco como lo encontré el relato que hace mi abuelo en Pequeña historia de una Misa de la noche en que su padre y su tío fueron llevados al martirio.
El ruido de una bocina y el de un coche en marcha, allá mismo, junto a la puerta, despierta unas horas más tarde a toda la familia. Como un auténtico aviso de la muerte, aquellos ruidos se han clavado como un puñal en medio del corazón. Después… unos golpes furiosos, implacables, a la puerta de la casa, indican a todos que ha llegado la hora… la hora del sacrificio y de la despedida definitiva. No obstante, el instinto natural de la vida intenta evitar la catástrofe. D. Recaredo logra saltar una pared de la casa y ponerse a salvo. Su cuñado Leopoldo acude inútilmente al teléfono en demanda de auxilio. Nadie responde. Pasa un cuarto de hora. La puerta no cede, y los golpes de los sicarios se suceden cada vez más brutales. Al fin, Leopoldo se decide a abrir. Pero al hacerlo, se hincan en su cuerpo las balas de una ametralladora que ha derribado el postigo. Un chorro de sangre mancha el pavimento. El espanto de su esposa, de sus hijos, de su cuñada, es indescriptible. Lloran todos menos él. Mientras tanto los criminales se dedican impunemente al saqueo. Se intenta aplacarles con ofrecimiento de dinero. Pero, no; ellos quieren sangre. Y consultan la lista negra. Buscan a “Recaredo Centelles Abad, el cura, de treinta y tres años, que debe estar allí, porque no ha salido”. Y el cura aparece en la sala. Cuando ya estaba a salvo ha despreciado su personal seguridad y ha venido a pedir un puesto en el carro de las víctimas. No podía faltar tampoco en aquellos momentos su gesto sacerdotal. Los bandidos se chancean a su costa unos segundos. Indicando a su hermana Laura que llora inconsolable, le preguntan si es “la compañera del cura”. Y “dando rostro a la muerte”, se encara con los criminales para replicarles valiente y enérgico: “los curas no tienen compañeras”. De todas formas los asesinos no le dan mucha importancia a la cosa. Tienen prisa –hace ya más de media hora que llegaron-. Llevan ya recogidos varios relojes y dinero, y quieren partir enseguida. Pero quizá impresionado por tanta tragedia, a uno de los sicarios se le escapa que “ha pagado el justo por el pecador”, aludiendo a las mortales heridas inferidas al cuñado de D. Recaredo. Si es que el martirio de aquél no entraba en los cálculos de los asesinos, su vocación para el martirio fue obra exclusiva y especialísima de Dios. ¡Alabado sea, por tan gran misericordia! Lo dice un hijo de aquel hombre.
La escena termina con un beso que “los elegidos del Cordero” dan a todos sus familiares. ¡Hasta el cielo! –son las palabras de la última despedida-. Desde casa se oye el ruido del coche que se aleja, y también el regocijo de los sicarios de su obra. Después…
[…]
Y la hora de la crucifixión llegó. Llegó precisamente por la malicia de los hombres. Llegó a través de un viacrucis muy siglo XX: una carretera de asfalto, un coche movido a motor, unos milicianos con pistolas y ametralladoras, y un cementerio cuadrangular, perfectamente cuadrangular con tapias de cemento, al lado de la carretera. Esto es lo que habían preparado los hombres; Dios había preparado algunos detalles más. Por ejemplo, que todo aquello ocurriera en la alborada del gran día de la fiesta de Cristo Rey, y que el cielo estuviera hermosamente despejado de nubes –no de estrellas- para que los ángeles pudieran contemplarlo todo.
Fue muy breve. En seis o siete minutos, una pequeña caravana de dos coches se fue deslizando furtivamente –tamquam ad latronem- sobre los seis kilómetros de asfalto que separan a Vall de Uxó del cementerio nuevo de Nules. Uno de los coches se detuvo a unos doscientos metros del cementerio manteniendo los faros encendidos y el motor en marcha. El otro, más grande, ha llegado enfrente el mismo cementerio. Son aproximadamente las tres de la madrugada del último domingo de octubre, día 25, de 1936. Hace fresco y un poco de viento que agita las ramas de los naranjos circundantes y las de unos granados que crecen allí miso, al lado de la carretera; pero los motores en marcha apagan el rumoreo de los árboles, sorprendidos tan a deshora por la luz de los faros. Del coche grande bajan primero los hombres de las ametralladoras; después, los detenidos. Cuatro. No hay violencias en su camino hacia la muerte –tamquam ovis ductus…-. Son unos pasos nada más. Dios vela por ellos, y en estos momentos cruciales de su vida está derramando en sus almas ríos enormes de gracias, de constancia, de fortaleza, de perseverancia. De pronto, la orden de un jefazo: contra la pared, de cara a la carretera. Los detenidos se sitúan como se les manda, de frente a los matadores, cara a la carretera, que es también cara al cielo. Tampoco ha habido violencia alguna en este instante supremo. Una resignada serenidad que repugna a la naturaleza, pero que la gracia de Dios domina y sostiene, rubrica en el último gesto de los mártires antes de morir. Y una nueva orden del jefazo: disparar. Tabletean unos segundos las ametralladoras y los cuatro cuerpos de los mártires se derrumban sobre la madre tierra en un abrazo de sangre y de muerte que ya nadie ni nada podrá desanudar ni en la tierra ni en el cielo. (Unos ruiseñores que dormían entre los naranjos han empezado a volar, asustados).
Y es ahora cuando ocurre la maravilla. Histórico, real, escalofriante. Uno de los asesinos se acerca hacia lo que él juzga un montón de cadáveres. Sus ojos quieren fijarse en el santo, en él, en mosén Recaredo, que ha debido venir bendiciendo a sus matadores en el coche de la muerte, porque de lo contrario no tiene ilación el exabrupto del sicario, encarado con su presunto cadáver: “Y ahora, ¿no nos bendices?…” Y en los espasmos de la muerte, el que tantas veces ha bendecido a todos, no puede negarse a bendecir una vez más. Y menos aún a sus matadores. Es sólo un hilo de voz el que sale de aquella boca moribunda: “volvedme”, porque está tirado en tierra sobre su brazo derecho, y así… no puede bendecir. Un espanto casi animal se apodera del asesino, que no esperaba ya respuesta a su pregunta. Pero es complaciente con la víctima y hace lo que ésta le pide. Y el santo levanta su brazo derecho para dar la suprema y más hermosa bendición de su vida. Una bendición que se queda en el aire y que tienen que recoger los ángeles, porque antes de terminarla, siguiendo el movimiento del brazo que bendice, una pistola enfoca la sien derecha de su cabeza y una bala que penetra por el ojo, le abre al alma las puertas del cielo. Todo, así de sencillo y hermoso.