Eidos (I)

Faltaban aún cinco meses y tres días para que Gavrilo Princip disparara a quemarropa al archiduque Francisco Fernando de Austria y a su esposa Sofía en una calle de Sarajevo. El Washington Post publicó esa mañana una serie de conspiraciones contra la dinastía sueca bajo el titular “Suecia podría convertirse pronto en una república”. En el observatorio Simeiz de Crimea, Grigori Nikoláievich descubrió en el cinturón de asteroides el asteroide (780) Armenia. Esa tarde, como todas las tardes de domingo, monsieur Montgolfier estaba vendiendo globos a los niños de las familias bien en la esquina de Pierre de Chibau con la calle 17 Pluviôse.

El señor Montgolfier era un tipo bajito, delgado y feo, con una dentadura proletaria, un ligero estrabismo y un quiste benigno en el testículo izquierdo. Estaba al filo de los sesenta años y no se afeitaba todos los días. El traje le venía grande, y se empeñaba en llevar una gorra de marino.

Los domingos, después de comer, arrastraba un carrito oxidado con una bombona de helio hasta su esquina, y allí los niños ricos, bien vestidos, al salir de Misa le compraban un globo con los francos que les daban sus papás. Solían venir en grupo: primero las niñas, después también los niños, y luego desaparecían en dirección al faro. Pero aquella tarde, Veronique vino sola. Por supuesto que monsieur Montgolfier no conocía todavía a Veronique, y no se hacía la menor idea de lo importante que aquella renacuaja iba a ser en su vida.

Veronique apareció de repente. Cuando pensaba en aquel primer encuentro, cinco años después, monsieur Montgolfier no podía recordar de qué dirección vino. Simplemente estaba ahí plantada, exhibiendo su moneda como un gran tesoro. Que si sería tan amable de venderme un globo, por favor. Tengo esta moneda que me ha dado mi papá. Usted me tiene que dar a cambio un globo y otra moneda más pequeñita, de color marrón. Monsieur Montgolfier le dijo que por supuesto, señorita, faltaría más. Aquí tiene, sujete bien el globo. ¡Cuidado! Señorita, ándese con mucho cuidado, por poco se le escapa y se va volando. A los globos les gusta volar alto, ¿sabe, señorita? Veronique miraba con ojos atentísimos la explicación del excéntrico vendedor.

– Pues entonces le tendré que poner una cuerda larga.

– ¿Cómo dice, señorita? –respondió el anciano.

– Si el globo quiere volar alto tendré que ponerle una cuerda larga para que pueda ir muy lejos pero encuentre siempre el camino para volver.

Monsieur Montgolfier sonrió ante la lógica infantil de aquella niña. Se rascó la barbilla, como solía hacer cuando no tenía el control de la situación.

– Señorita, ¿quiere que le cuente una historia?

– ¿Es usted marinero?

– ¿Marinero, yo? No, señorita, soy vendedor ambulante de globos. ¿Por qué dice que si soy marinero?

– Lleva una gorra de marinero y solamente está los domingos. Eso es lo que hacen los marineros: llevar gorra y desaparecer en el mar toda la semana.

– Pues ya ve, señorita, que no me dedico a surcar la mar, sino a vender globos.

– No es la mar, es el mar. Solamente los marineros dicen la mar.

– ¿Cuántos años tiene usted, señorita?

– Once, pero dentro de menos de dos meses ya tendré doce.

– ¿Quiere que le cuente una historia?

– Está bien, pero quítese la gorra.

– ¿Que me quite la gorra?

– Sí.

– ¿Por qué?

– No le queda bien, y no es marinero.

Monsieur Montgolfier no comprendía nada, pero accedió a quitarse la gorra. Desde que tenía siete años y ayudaba a su padre en el circo Merveille –que hacía más de treinta que ya no existía-, un jovencísimo y barbilampiño Fréderic Montgolfier había dedicado sus mejores horas a soñar que era un marino. Sus aventuras comenzaban un día en las costas otomanas, otro en el Cabo de Buena Esperanza. Atravesó tempestades, naufragó, surcó los siete mares.

El pequeño Fréderic lo vivía con mucha más intensidad que su vida real. Nunca había subido a un barco, pero tenía un armario de historias de piratas. Algunas eran fruto de sus sueños de niño, prolongados a través de la edad madura hasta los albores de la vejez. Otras las había leído en los libros más variados –monsieur Montgolfier era de condición humilde, pero no analfabeta. ¡Cuántas horas pasó desentrañando los símbolos que contenían todos los libros que llegaban al circo! Dominaba siete idiomas y había leído todo lo que había podido-. Otras historias las había escuchado en pueblos y ciudades a lo largo y ancho de Francia, durante sus años en el circo.

Aquella tarde empezó a contarle la historia de Moby Dick. Veronique lo observaba con sus ojos grandes y marrones, que se abrían al infinito, sin soltar el globo. En un momento –monsieur Montgolfier no sabía cuánto tiempo había pasado- las campanas de la iglesia dieron las cinco, y la pequeña Veronique, dando un saltito gracioso, recordó que tenía que ir a visitar a su tía Claire. Se excusó torpemente, y antes de salir corriendo le dijo al viejo vendedor de globos que esperaba verlo el domingo siguiente. Que quería saber cómo continuaba la historia. Y que, por cierto, sin esa gorra estaba mucho más guapo.

Aquella tarde, monsieur Montgolfier volvió a casa con la gorra entre las manos.

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