
El caso es que me senté a tomar café en el patio neoclásico de la Universidad. Se estaba fresco para lo que suelen ser las tres de la tarde un día de julio en Valencia. Saqué un libro de la mochila -siempre hay que llevar un libro a mano, por lo que pueda pasar- y me repantigué. Es curioso cómo unos ambientes invitan a correr (metros, burguerquíns, prostíbulos) y otros invitan a quedarte (chimeneas, jardines, la última cerveza).
La gente de la Universidad es gente sin prisa. Digo Universidad porque hablo de gente con auténtico espíritu universitario, por mucho que esto falte en la Academia. Me refiero a esa gente que vive preocupada por saber, por crecer, por ahondar, a la que le importa un carajo entregar o no el paper o llegar puntual a clase. Esa gente que va a cambiar el mundo. Y en el patio de la Universidad me encontré con una de esas personas.
Estaba yo pensando que qué curioso que todavía nadie le hubiera prendido fuego a una puerta monumental que asoma ahí mismo y en cuyo dintel se lee un versículo del Eclesiastés: omnis sapientia a Domino Deo est, cuando un señor, ¡un alma universitaria!, se sentó en la mesa que hay justo a los pies de tan magna afirmación. El señor exhibía una sonrisa desafiante. Desafiante, digo, más por el valor de sonreír a esas horas intempestivas y con esos cuarenta grados que por el gesto mismo de la sonrisa. Desafiante, además, por vestir de americana una tarde de julio, ¡y sonreír todavía! Ese hombre era la pura afirmación de la vida: la encarnación de lo dionisíaco, un guante estampado impúdicamente sobre la faz del verano. Pidió una copa de vino blanco y con gesto triunfante se encendió un puro. ¡Oh Dionisos! ¡Oh Apolo! Bendito equilibrio heleno de elegancia y despreocupación, de satisfacción del vicio y desprecio de la carne. Pero no quedó eso ahí. Cuando se hubo fumado el puro dio un sorbo a la copa de vino, la pagó y, dejándola prácticamente llena, se levantó y se marchó.
Poco me faltó para gritar: ¡Hosanna! ¡Ecce homo! Cuántas generaciones han hecho falta para que este hombre pise el suelo que nosotros pisamos. Tenemos entre nosotros al superhombre. La superación del camello y del león: el niño. ¡El niño juega, y en su jugar domina todo y está sobre todo! ¿Qué le importó a aquél hombre el calor y el vino? ¡Nada! Supo vivir de la elegancia y el desprecio de la carne sin renunciar a una afirmación portentosa de la vida. En eso consiste ser universitario: en amar apasionadamente el mundo y sin embargo despreciarlo con la seguridad de que hay cosas más altas.
Omnis sapientia a Domino Deo est. Quizá fue eso lo que el buen hombre quería hacerme saber con su actitud despreocupada. Quizá la sabiduría sea eso.