
Faltaban cinco minutos para la medianoche y estaba sentado en la mesa del comedor del padre Luis Escobar, el exorcista más famoso de Chile. Acabábamos de salir de una Misa de sanación en la que él impuso las manos sobre los asistentes y rezó para liberarlos de las enfermedades y los malos espíritus. Mucha gente cayó en descanso, como dicen los carismáticos. Eso significa que, al imponerles las manos, se desmayan (más o menos) y quedan unos minutos en el suelo. Cuando se levantan dicen que han vivido un momento de gran paz y gozo interior. Pero hubo una niña que no estuvo dos minutos en el suelo, sino cuarenta. Al caer lloraba, gemía, daba patadas. Don Luis le ha hecho varios exorcismos, pero el diablo todavía la molesta.
Era para un trabajo de clase. Mi profesor me dijo que el personaje de mi último perfil era fome, que significa aburrido. Así que decidí que un buen personaje, nada fome, es un exorcista, y le escribí a don Luis pidiéndole permiso para acompañarle veinticuatro horas de su trabajo ordinario. La idea era contar la vida normal de un cura nada normal. Si nadie me publica ese reportaje creo que ya me dejo el periodismo y me dedicaré a otra cosa, por ejemplo a ser artista fallero. Ese era mi plan B en segundo de Bachillerato si no me daban la beca en la Universidad.
Hablando de fallas, estuve en la celebración del Día de la Hispanidad (o de la Raza, o del Encuentro de Dos Mundos, o de la Resistencia Indígena, o como carajo queráis llamarle) en el Estadio Español de Santiago. Me invitó una señora a la que conocí en el cementerio, en el mausoleo donde entierran a los españoles. De repente era como estar en España rodeado de chilenos. Había un gaitero tocando el himno de Asturias, y una comisión de vascos haciendo pintxos que te saludaban con un kaixo, y niñas bailando flamenco, y tapas de paella en la carpa de los valencianos. Las jarras de sangría iban que volaban, y de repente sonaban canciones de Nino Bravo o de Manolo Escobar. Fue como sentirse un poquito en casa. Al final de la noche, una falla. Pequeña, pero falla. Y gente con blusas negras y pañuelo a cuadros, y una chica vestida de fallera con topos y peineta y todo. Y los primeros acordes del himno.
En ese momento casi lloro. Per a ofrenar noves glòries a Espanya… y prendieron fuego a la falla. Tots a una veu, germans vingau… Ya empezaba a salir el humo negro, negro, del interior. Pas a la regió que avança en marcha triomfal! Y bum, de repende la explosión de fuego, y todos los chilenos apartándose unos metros de la falla, huyendo del calor de tanta madera consumiéndose a la vez. Menos yo, que me quedé en primera fila, solo, oliendo a quemado y a fiesta, con la cara ardiendo y el pecho en llamas. Flamege l’aire nostra Senyera. Glòria a la Pàtria! Vixca Valéncia! Vixca! Vixca! Vixca! Y antes de que me diera tiempo de romper a aplaudir, una avalancha de jóvenes descendientes de españoles corriendo en círculos alrededor de la falla, como si fuera una especie de rito ancestral. Creo que es algún tipo de degeneración de la clásica volteta.
Comprenderéis que al salir de allí yo iba encendido en amor patrio, y cuando llegué a la casa del amigo del amigo de mi amiga donde nos habían invitado de copas (Chile es así, los amigos de los amigos de mis amigos son mis amigos) no me quedó más remedio que tomar el control de la música y poner españoladas de verbena. Me miraban un poco raro porque todos estaban con sus piscolas y yo tenía mi café (“cinco minutos y nos vamos”) y cantando mi carro me lo robaron como si me fuera la vida en ello. Al final no fueron cinco minutos, claro. Pero fue muy divertido.
Llevo varios días queriendo escribir, pero me dolía España. No quería escribir mis tonterías chilenas mientras Cataluña está como está. Pero al final decidí que qué onda, weón, ¡pico!, voy a escribir nomás. Si quieren irse, que se vayan. Y si no que sigan independizándose (pero no) y aplicando (o no) el 155. Lo único bueno de todo esto es que Nutella ha pasado su sede social a Valencia. En fin, la vida.
Seguimos en la brecha, camaradas. Estoy montando un viaje a Chiloé. Ya os contaré qué tal. Me he dado cuenta de que casi me he acostumbrado a ver la Cordillera. Pero de repente, el otro día –un martes radiante de primavera, con un cielo extrañamente azul para esta ciudad contaminada- la vi. Estaba allí, tan señora ella, coronada de nieve, besando el azul. Hay veces que pasa eso, que la belleza te atraviesa el corazón como un hachazo cuando menos te lo esperas, tal vez, como ese martes, justo después de desayunar. O pasa una locura, o un amor, o qué sé yo, un conductor afeitándose la barba en un semáforo en rojo. Brayan y yo lo vimos, ¡no estoy loco! Veníamos de comprar papas duquesas, que según Brayan aúnan en un solo ente las dos mejores cosas del mundo, las patatas y las esferas (¿?). Veníamos, digo, de comprar las patatas cuando de repente nuestra conversación sobre un tema trascendental se vio interrumpida por un hombre conduciendo una furgoneta y aprovechando el semáforo para afeitarse. La vida es así, está llena de sorpresas.
Estuve también en un bar que hay en Sanhattan -Sanhattan es el centro financiero de Santiago, donde no habitan personas, sino oficinistas tristes y jóvenes explotados viviendo el celibato laboral a la espera de una vida más digna- que es una copia del bar de Friends, la serie. Aunque es bien caro, tiene su gracia, y conozco a más de uno (Myriam, qué me dius?) que lo disfrutaría. El café es bueno, cosa difícil en Santiago, y las tartas ricas. No se llama Central Perk por una cuestión de derechos intelectuales, supongo, pero es igual. Hay dos televisiones en las que todo el rato echan capítulos de la serie, y tienen sofás y una guitarra, y una jefa de camareros que debe tener agujetas en los mofletes de tanto sonreír. Lo bueno que tiene es que puedes pasar la tarde en un abrir y cerrar de ojos. Cogí la guitarra y cuando me di cuenta ya era hora de cenar.
También he deambulado un poco por el barrio de Lastarria, que es el sector bohemio. Las calles, cuando el sol está que si se va o no se va, son un espectáculo de luces, de ruidos, de colores. Hay vendedores de libros y pintores callejeros, y terrazas con velas y librerías con estantes hasta el techo. Hay mapas y hippies, incienso, perros, señoras, bicicletas y mendigos durmiendo en la puerta de una iglesia. El arte y la miseria se dan cita allí, y los bares aprovechan para subir los precios y cobrarte equis por la cerveza, que no te pueden vender si no va acompañada de algo de comer, digamos, por ejemplo, camarones al pilpil.
Estuve el otro día en el viñedo Concha y Toro, que es el mayor de Chile y el principal exportador de vino del mundo. En su defensa diré que el vino es bueno, pero los chilenos se lo tienen muy creído. De verdad piensan que lo suyo es mejor que un buen Rioja, y hasta se atreven a decir que el vino español no puede competir con el francés. Lo que hace la ignorancia. El viñedo es una finca inmensa, que se extiende hasta donde los ojos ya no alcanzan en hileras rectas, rectas, de vides verdes. En el centro hay una casona decimonónica que se construyó para veranear el ilustre fundador del viñedo, un español que llevaba por apellidos Concha y Toro, nada menos. Había nacido para fundar una bodega, eso está claro. También serviría para una ganadería o una casa de subastas, pero no creo que surtiera el mismo efecto con una fábrica de zapatos o una cadena de comida basura. El tipo hasta se construyó una laguna artificial.
La visita al viñedo, en realidad, es una excusa para probar el vino. Te explican algunas de esas sandeces sobre el color del vino, el grosor de la piel de la uva, algo de unas barricas de madera de roble francés y no sé qué historia de las porosidades; que el roble americano es mucho peor y que con esos barriles hacen el vino regulín. También dijeron algo de cuando metes la nariz en la copa, de unos olores intensos que provocan la salivación en la parte posterior de la lengua. La gente escuchaba muy atenta y hasta parecían entendidos. Había una vieja que, en cada cata, se tomaba la copa de un trago y pedía que le sirviesen una segunda ronda para poder apreciar mejor el sabor. Formidable. Nos dieron una copa de recuerdo.
Pero lo mejor fue la otra noche, cuando llegué a la residencia hecho un adefesio y me encontré correo. No esperaba recibir nada, pero de repente ahí estaban: una postal de Roma con fecha del 15 de agosto y un sobre tamaño folio con mis primos pequeños, Carles y Àngela, de remitentes. Me alegraron el día. Era una felicitación de cumpleaños con una tarta de papel y un dibujo y pegatinas de animales. No tengo tablón de anuncios para colgarla, que si no… Pero la tengo en el armario de los libros y cada vez que voy a sacar alguno me llevo también una sonrisa. Y la postal era del bueno de Manu. Debió estar dando vueltas por el mundo, porque es bien curioso que llegaran a la vez una carta de mediados de agosto y otra de mediados de septiembre. Lo bueno de no recibir correo es que nunca te llegan facturas. Y que cuando te llega algo es de gente que te quiere.ç
Me voy a dormir. Intentaré recuperar el ritmo de escritura, porque creo que lo de Cataluña va para algo. Creo que todavía estará España en su sitio cuando llegue en diciembre. Recordadme que os cuente algo de la campaña electoral, que estamos en pleno proceso, y del exorcismo al que voy a ir en dos semanas. La vida es apasionante, sólo hay que saber mirarla. Y lo mejor es siempre lo que no se dice.