Diario de un emigrante (X)

Gente comprando y vendiendo plátanos en una feria en la comuna de Santiago

“Me pareció una mierda tu último diario de emigrante”, me dijo Álvaro el miércoles al salir de clase. “Buff, menos mal -pensé- que alguien es sincero”. “¿Por qué?”, le pregunté. “Porque antes contabas pocas cosas y eran interesantes. Ahora son todo puras weás y no llegas al fondo de nada”. Tenía toda la razón. Álvaro. El bueno de Álvaro. Un hombre sin WhatsApp. 24 años, aunque aparenta 19. (“Me gusta preguntar a la gente cuántos años parece que tengo; es la única forma de saber cómo me veo”, reconoce). Estudiante de Filosofía. Apasionado anarquista, creo. Todos los sistemas, dice, están condenados a la corrupción. El problema de hoy no son los políticos, sino la política. El universo es circular: la Historia, una rueda. No hay sistema perfecto, simplemente devienen, uno tras otro, fruto de su tendencia intrínseca a la degeneración. El otro día me mandó un correo-e con el asunto “Ayer me fijé”, que decía así:

que quedaste con la duda cuando el profesor de Política habló sobre un escritor chileno, así que te dejo el link de wikipedia. Espero que sacie tu curiosidad periodística (si no, vete a la mierda (lo bueno de que los españoles se traten tan mal es que puedo mandarte a la mierda y no pasa nada (poner paréntesis dentro de otros paréntesis (me encanta que el plural de paréntesis sea paréntesis) me hace sentir bien (hoy)))).

https://es.wikipedia.org/wiki/Alberto_Fuguet

Salud,

Álvaro

Hay algo místico en empezar un correo en minúscula y en mitad de una frase, casi tan místico como la matrioska de paréntesis que construye, reflejo del pensamiento no lineal de Álvaro. Casi tan místico como despedirse escribiendo “salud”, como algún periodista profundamente republicano con el que he cambiado correos alguna vez. Salud y república, camarada.

No he leído a Fuguet, aunque siento curiosidad por las descripciones de aquellas fiestas de tiempos de Pinochet, cuando la revolución consistía en quedarse de fiesta toda la noche porque había toque de queda. Si estabas en un carrete a la medianoche no podías volver a casa, bajo riesgo de ser detenido… Así que aquellos pobres universitarios no tenían más remedio que seguir la fiesta hasta que se levantara el toque de queda a las seis de la mañana.

No he leído a Fuguet, ni tampoco sé si lo leeré. Pero el otro día, ayer mismo, me encontré con un vendedor ambulante de libros en Santiago centro. De repente, en mitad de la calle, una pequeña biblioteca móvil con ejemplares sacados Dios sabe de dónde. Enciclopedias desguazadas, diccionarios de ruso, libros de texto, medias colecciones de clásicos (edición para niños), novelas rosas, novelas negras, novelas a secas; libros de segunda mano que jamás tuvieron una primera lectura, libros de segunda mano que van por la quincuagésima lectura, poetas chilenos y poetas extranjeros, ensayos de filósofos desconocidos en su casa un domingo a la hora de comer, libros amarillentos de geografía con ilustraciones monocromas en azul, libros gruesos y libros delgados, a una luca, a dos, a tres; libros con dedicatoria y libros del todo anónimos; libros, libros y más libros. En un cajón había cuentos infantiles. En otro cajón, libros de autoayuda con títulos tan sugerentes como El hombre sexualmente activo después de los 40. Me compré una novela en francés sobre un hombre que tiene miedo de leer a un autor afamado por si no le gusta y la presión social de su círculo snob le obliga a proclamarlo, con toda la crítica, génial. [El otro día aprendí un chilenismo nuevo que es sinónimo de snob o cursi: siútico. Decir siútico, por cierto, es muy siútico]. También me hice con una antología de cuentistas hispanoamericanos por el módico precio de dos euros cincuenta. Por la noche empecé a leer los cuentos de Rubén Darío. En serio, hay que volver a Rubén Darío.

Había un diminuto ejemplar con los mejores poemas de Machado. De Antonio, el hermano de Manuel Machado. Y allí estaba yo, en pleno centro de Santiago de Chile, en una biblioteca ambulante, en mitad de la calle, declamando El crimen fue en Granada, y Las moscas y A un olmo viejo. Santiago será algún día, cuando los historiadores escriban la historia, lo que fue el París de entreguerras. Santiago será Terabithia. Será Santiago Arcadia, o la isla de Calypso, o un Oxford nublado donde se sueña en blanco y negro entre el humo del tabaco, las hormonas cargadas de juventud, la lectura de Homero; un traje cortado a la antigua, un sombrero, un rostro imberbe enamorado. Santiago será para nosotros todo lo que no es para los santiaguinos. Será una foto fija, un paréntesis, un locus amoenus donde fuimos felices: el lugar donde hablamos de la vida, donde tocamos la vida, donde buscamos -como aquel Bergson comunista en sus años de estudiante en la Sorbona- cuál es el nuevo significado de azul.

Santiago será para nosotros lo que fue París para César Vallejo.

Me moriré en París con aguacero un día del cual tengo ya el recuerdo. Me moriré en París -y no me corro- un jueves, como es hoy, de otoño. No sé si la transcripción es exacta, pero algo así escribió el genio de Vallejo. Acabo de comprobar cuándo murió. Murió un viernes de primavera. Cortázar le escribió una carta a Pizarnik el 9 de septiembre de 1971, cuando ella pensaba en suicidarse. (Cortázar, por cierto, también murió en París). (Pizarnik murió en Buenos Aires, que también tiene algo como de París). La carta decía así: Los verdugos, hoy, matan otra cosa que poetas, ya no nos queda ni siquiera ese privilegio imperial, queridísima. Yo te reclamo, no humildad, no obsecuencia, sino enlace con esto que nos envuelve a todos, llámale la luz o César Vallejo o el cine japonés: un pulso sobre la tierra, alegre o triste, pero no un silencio de renuncia voluntaria.

Ya está bien, que me pongo metafísico. En Santiago llaman ferias a los mercados de la calle. Ahí estaba yo buscando campaña electoral para un reportaje, absorto en los colores, los ruidos y los olores. La gente era un ir y venir de frutas, sujetadores y utensilios de cocina. Un chico de 17 años repartía propaganda electoral en favor de un candidato independiente. El día 19 es la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Para que nos entendamos, va a ganar Rajoy, que aquí se llama Piñera, y está usando la misma campaña que su congénere nacional: “vóteme, señora, que vienen los rojos”. Sólo que aquí también tiene competencia a la derecha: un señor que se llama Kast y que es una especie de Santiago Abascal con más seguidores. Quizá se parece más a Marine Le Pen. Así que además de la campaña del miedo, hace también una campaña del voto útil: “señora, si usted es de derecha no puede votar a Kast porque ganarán los rojos”. A segunda vuelta también pasará Guiller, que es lo que sería Pedro Sánchez si Pedro Sánchez fuera de verdad el líder del PSOE. La tercera fuerza política es la Bea Sánchez, equivalente chilena a nuestro Pablo Iglesias. Y hay varios candidatos más a los que nadie hace mucho caso porque ni van a ser votados como Piñera, Guiller y Sánchez ni hacen proclamas en favor de la tenencia de armas como Kast.

Además nadie hace campaña en la calle, y es frustrante porque tengo que escribir un reportaje sobre eso y es difícil escribir sobre lo que no hay. Y vienen exámenes y tengo muchas entregas, y trabajos y entrevistas y mil cosas más. El otro día volvía de casa de Vali de preparar algunos de esos trabajos. Iba mirando al suelo, nervioso y medio agobiado, cuando un señor que estaba tan ricamente sentado en un banco abrazado a un perro con jersey rosa (el perro, no el señor), me dice: “¡Arriba esos ánimos! ¡Alegra esa cara!”. Tuve que sonreír. Sí, la verdad es que no vale la pena perder la paz. Pero no siempre es fácil.

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