
Pasaba media hora de la medianoche de un martes de noviembre y no hacía frío. Habíamos parado en una Copec de la Panamericana, cerca de Rancagua, a poner gasolina (“Bencina. Súper 93. Lleno, por favor”). Andaba recapitulando todo lo que habíamos visto y oído en el exorcismo del que acabábamos de salir. “Compré dos completos”. Pancho me sacó de mis pensamientos con dos perritos calientes con palta (aguacate) y tomate, que aquí se llaman completos. No habíamos cenado. Nos los comimos en el coche, aunque, en realidad, no tenía hambre. Me daba más miedo conducir solo y de noche, sin haber manejado antes en Chile, que lo que pudiera pasar en aquel rito, y encima con un coche que no era mío. Ahora que lo pienso, cuando hablé con mi madre se me olvidó decirle que Clemente me había dejado el coche y que conduje yo hasta Rancagua. Bueno, más vale pedir perdón que permiso.
Fue bonito. El padre me pidió que no escribiera sobre el exorcismo, por respeto a la intimidad de los pacientes. Pero aun así, aunque el reportaje ya estaba escrito, valía la pena ir y verlo, terminar lo que había empezado. Es hermoso ver cómo se llena de paz gente que sufre tanto. De repente, en la Costanera -una autopista urbana de Santiago- un taxi me adelanta a 140. Allá él. La velocidad máxima permitida son 80 kilómetros por hora. De sopetón frena, y frena, y frena. Derrapa. Sale humo de los neumáticos. Bum. De frente, con todo el morro, contra una camioneta con señales luminosas que indican que hay que cambiar de carril (muy mal puesta, por cierto, al doblar una curva). No sé qué pasó después. Recé en silencio por los ocupantes del taxi. No salió en las noticias.
Al día siguiente Vali se enfadó conmigo porque no pasé a buscarla con el coche para ir a la u. Es raro ver las fotos de los de Pamplona, todos tan enchaquetados, mientras yo voy en manga corta, porque esto es ya casi verano. Cuando en agosto y en septiembre me insistían para que fuese a subir cerros siempre decía que aún hacía demasiado frío para eso. En parte me animaba a hacerlo la idea de que sólo tengo un par de pantalones de deporte, y todos son cortos, y subir a 4.000 metros en pleno invierno y en pantalón corto no parecía una gran ocurrencia. Pero esta vez no pude decir que no cuando Clemente me dijo que subiéramos. Así que dije que sí. Clemente es un nazi del deporte. Practica surf, skate, natación, trecking, maratón y triatlón (que yo sepa), y jura que el año que viene se apunta a escalada. Así que allá que fuimos, Clemente, Marijó, Xime y yo, al Morro las Papas, en la precordillera.
Hay pocas cosas tan sublimes como una puesta de sol en los Andes. Al Poniente, el sol rasgaba de fuego las pocas nubes que quedaban, y el azul del atardecer se volvía turquesa intenso. Y a sus pies, los sectores orientales de Santiago: el Costanera, como un fantasma inmenso -es el edificio más alto de América Latina- medio escondido por el smog; y los barrios bien, que lucen tan empinados cuando tratas de escalarlos a bordo de una micro que parece que se ahoga en cada stop, de repente se presentan llanitos como un campo de girasoles; a duras penas se distingue la plaza de Los Dominicos, la última estación de la línea 1 del Metro, y uno dibuja con la imaginación el recorrido del tren por debajo de la contaminación y de las casas, y a tientas, como cuando busco las gafas por la mañana, me parece distinguir la avenida Pedro de Valdivia, donde vivo, pero está demasiado lejos y la polución es demasiado densa. Santiago es una megalópolis de siete millones de habitantes que todos los días sudan juntos, apretados como sardinas, en el metro.
Al Oriente, en cambio, los picos se hacen más altos y más nevados. Al fondo, como queriéndose asomar para la foto, saca la cabeza sobre las nubes el cerro El Plomo con su lengua de hielo perpetua, todo pintado de morado como si fuera un cuadro de Cézanne. Y los juegos del dorado con las sombras, de la roca con el azul, de la belleza con la razón. Tenemos que acelerar porque se nos hace de noche y bajamos por el camino más corto y más empinado. Las niñas se caen a cada rato, pero Clemente no para: hay que llegar. A los pies del cerro han montado una fogata gigante para un asado y han traído unos altavoces que hacen resonar en la Cordillera ecos de música electrónica. Creo que Andrés tuvo algo que ver con eso.
Esta noche hay Ley Seca. Cuando lo escuché pensé que era una broma. Pero no. Mañana son las elecciones en las que presumiblemente ganará Piñera con una victoria más que holgada, y desde la medianoche de hoy está prohibida la venta de alcohol. Los chilenos bromean con eso: “¿Y qué más da? Si a la Bachelet la elegimos sobrios, seguro que borrachos no hubiéramos elegido peor”. Vali y yo sacamos un siete en nuestro reportaje sobre el no-ambiente electoral. (Un siete aquí es un diez. No sé por qué tienen este sistema tan raro). Os lo dejo aquí, por si os interesa, porque esto no lo vamos a publicar en ningún sitio. El caso es que el señor Piñera no nos deja comprar pisco esta noche. Pero hay que ser precavido. Tengo una botella de Alto del Carmen en mi armario que sobró del findesemana pasado, por si tuviera una emergencia.
Calle don Carlos, número 2896, oficina tres. El fonoporta no funciona, pero un hombre que pasaba la fregona del vestíbulo me abre la puerta. “En el segundo piso, caballero”. La oficina tres tiene una medalla del Corazón de Jesús incrustada en la puerta. Riiiiing. Me abre un hombre grande con una kippah puesta sobre la cabeza y unos cordones que los judíos se atan al cinturón y cuyo nombre desconozco. Es el fiscal Andrés Baytelman. Era el fiscal Andrés Baytelman. Ahora se dedica a otra cosa, pero recuerda perfectamente los detalles del caso del que yo venía a hablar con él, aunque pasó hace doce años. Él dio la orden de cerrar las fronteras y vigilar las aduanas cuando en 2005 un tal Luis Onfray robó una escultura de Rodin del Museo Nacional de Bellas Artes. Onfray tenía entonces veinte años, era estudiante de Bellas Artes y con el robo, según dijo, sólo quería demostrar que en el arte la ausencia es tan importante como la presencia. Por eso devolvió la escultura al día siguiente del robo. Ahora han estrenado un documental sobre el caso y ha vuelto a saltar a la prensa. El ex-fiscal Baytelman no ha visto el documental, porque el estreno caía en shabat. Hablamos sobre arte. A él le gusta la pintura medieval y no tiene un aprecio especial por Rodin. Prefiere el arte más espiritual: la música, la danza, el teatro. El sudor sobre la tarima. La convulsión de un cuerpo. La presencia en el tiempo, pero no en el espacio, que termina sin posibilidad de rebobinar. Con esa entrevista y otras que tengo planeadas para esta semana escribiré mi último reportaje en Chile. Dos de los tres que he escrito ya me los ha comprado algún medio. A ver si consigo colocar los otros dos.
Ya he terminado las clases. Es raro. Es una sensación como de mayo, pero en noviembre. Y la alegría de estar a punto de terminar se mezcla con ese sabor como de wasabi o cilantro que te deja el hecho de saber que algo de mí se queda en Chile. Al Viejito Pascuero -que es la versión chilena de Papá Noel- le he pedido una bandera nacional firmada por mis compadres de la residencia. Ya tengo el billete de vuelta. El 12 de diciembre aterrizo en Madrid, por si queréis avisar al becario de Televisión Española. Habrá una madre llorando abrazando a un hijo que vuelve a casa por Navidad. Los de la aerolínea me han hecho un empastre y me cambiaron el vuelo a Lima, así que he conseguido sacarles gratis un pasaje Santiago-Lima y voy a pasar unos días en el Perú. Con un poco de suerte y si consigo ajustar los tiempos subiré al Machu Pichu.