En la peli que vi el otro día se murió un chaval, y la madre metió su camisa en la lavadora. Me quedé un buen rato pensando sobre esa camisa, qué habrá sido de ella. ¿La habrá vuelto a meter en el armario del hijo muerto? ¿La tirará a la basura? ¿Se la pondrá su padre?
Cuando la gente se muere tiene la costumbre de poner las cosas en orden: hacer testamento, confesar amores prohibidos, pedir perdón. Hoy, por ejemplo, esta esquela: “Susana Ortiz Urbeltz falleció en Pamplona el día 11 de noviembre a los 45 años de edad. Ane, cuida a Niko, bonita. Jotis y María, ¡cuidad a mis sobrinos! Jesusiko, sin ti habría durado cinco minutos, amor infinito. Papi, ve quedándote con pistas que esto está lleno de candados. Mami, ya me han dicho por aquí que no hay nadie que se parezca a ti. Gracias por los 45 años que me has regalado, no ha existido mami igual. ¡A bailar!”.
¿Por qué hacemos eso? ¿Por qué necesitamos dejar las cosas ordenadas? Tal vez haya leído en alguna parte –o tal vez me haya inventado- que los suicidas tienden a ordenar su habitación antes de quitarse la vida. Curioso, ¿eh? Puede que lo hagamos para minimizar el impacto de nuestro arrivederci, para que las cosas continúen su curso de la forma más natural. Imagínense lo acusadora que debe ser una cama deshecha después de que su ocupante se haya marchado al otro barrio.
Tal vez lo hagamos por una cuestión narrativa. Al fin y al cabo, los hombres somos seres teleológicos. Planteamos nuestra vida como un relato, y el relato tiene introducción, nudo y desenlace. Yo qué sé. Somos así, egoistones y cortos de miras. Tendemos a pensar que todo se acaba con nosotros –y, al menos por lo que a mí respecta, todo terminará conmigo-, pero la realidad es que la historia no termina, sigue su curso. En el fondo no éramos protagonistas, sino un personaje secundario, y estamos muriendo todavía al principio de la película. Como dice Silvio en esa canción, somos prehistoria que tendrá el futuro, somos los anales remotos del hombre; estos años son el pasado del Cielo.
Siempre que escucho esos versos de Juan Ramón –…y yo me iré. Y se quedarán los pájaros;/ cantando;– me viene a la memoria aquel agosto en el que metí un féretro en su nicho. El cielo era descaradamente azul y los pájaros, en efecto, cantaban como si no hubiera pasado nada. En parte me pareció indignante y, también en parte, fue una pacífica epifanía de nuestra verdad: pulvis es, et in pulverem reverteris.
Oí no hace tanto que alguien había muerto con los zapatos puestos y lo vi agonizante, en su cama, con las botas dadas de sí pero a pesar de ello pequeñas porque los pies se habían hinchado de calor, los calcetines sudados, la muerte queriendo salirse por todos los poros. “No debe de ser cómodo –me dije- morir con los zapatos puestos”. Cosa rara, eso de morirse.
Cuando fusilaron a mi tío Recaredo -25 de octubre de 1936, era cura- y lo abandonaron en una fosa común; cuando tres años después mi abuelo lo sacó de aquella fosa y lo enterraron en condiciones, entonces guardaron la camisa empapada de sangre en una caja. Yo la he visto: la caja, la camisa, la sangre seca. Me acordé de esa camisa al ver a la madre meter la otra camisa en la lavadora. Nadie la lavó, nadie sacó la sangre. Sigue ahí, como un recuerdo que no se va del todo.