
Todos vamos a morir. Lo supe al leer los ingeniosos aforismos que la cultura popular ‒enanos a hombros de gigantes‒ ha ido acumulando sobre la parte interior de la puerta del baño del bar de carretera en el que me encontraba, con los pantalones a la altura de los tobillos, el lunes a las ocho de la mañana: “Los guardias civiles de (trafico) son unos hijos de puta y cornudos”. “Cabron analfabeto”. “Mas madero y no naces kapullo”. “Eso dimelo a la cara” [sic]. Una inscripción fue para mí casi una teofanía:
AQUI CAGO KIKE EL KAMIONERO
Aquí, me dije, en esta misma taza en la que estás sentado ahora, defecó Kike el Kamionero. En la pared a mi derecha un nuevo jeroglífico me erizó los pelos de la nuca. Decía: “Aquí cagó el rumano más guapo del mundo”. Un no-sé-qué vertiginoso me atravesó el espinazo desde el coxis hasta el pecho y me hizo perder el aliento un instante. ¡Aquí! ¡Aquí mismo hemos hecho eso Kike el Kamionero, el rumano más guapo del mundo y también yo, un miserable universitario!
¿Qué otra gente habrá descomido en este sitio?, me pregunté. Desde luego el guardia civil y el detractor de la Benemérita que habían intercambiado insultos en el tablón de madera chapada. También otra mucha gente que no llegó a dejar constancia documental de su paso por este bar. No habrá cagado aquí Arturo Pérez-Reverte, deduje, porque no se habría resistido a escribir “Respeta a la Guardia Civil y adopta un perro, mamón iconoclasta”. No, Pérez-Reverte no, pero tal vez sí lo haya hecho el rector de la universidad o el alcalde de Tudela o Joseluís, el bedel de mi edificio.
Todavía no me he recuperado de aquella revelación. Vita brevis. Tempus fugit. Stulte, qui legit illud. Carpe diem! Fue en un segundo nomás, como pasan las cosas importantes. Toda una vida para ese instante decisivo, para ese caer en la cuenta. Todo hasta entonces ‒los llantos de un bebé en la clínica Quirón de Valencia, las lecturas nocturnas de Las Crónicas de Narnia, las noches de insomnio cuando se acabó el primer amor‒, todo eso, todo, me llevó irremisiblemente hasta ese segundo culminante, ese angustiado eureka. Moriré, sí, puede que pronto, y morirán Kike el Kamionero y el rumano más guapo y Pérez-Reverte y todos los guardias civiles del planeta. Todos acabaremos en la estantería, en el otro barrio, criando malvas; estiraremos la pata, falleceremos, pasaremos a mejor vida, daremos de comer a los gusanos y algún día alguien echará nuestros huesos, ya anónimos, enuna fosa común, o los expondrán en un museo como exponemos nosotros las momias egipcias y los enterramientos neandertales.
Moriremos todos igual que todos fuimos abocados al sumidero de aquella especie de placa turca. Tengo que aprovechar el poco tiempo que me queda. Esta mañana me he comprado un rotulador permanente.