Cómplices

Foto de Phil Hearing | Unsplash

El jueves encontré a T. en una librería de segunda mano. No nos conocemos mucho T. y yo. Coincidimos cada cuando en la Universidad, nos saludamos levantando la cabeza en señal de reconocimiento ‒ella es prima segunda de uno de mis mejores amigos‒ y, en realidad, no compartimos nada más. Encontrarla en la librería fue como tropezarse con un profesor en el gimnasio o con un cura en el baño: un pequeño desorden en el cosmos.

Claro que, cuando aparece el mando de la tele en la nevera, uno se da cuenta de su presencia, mientras que si está tirado en el sofá no llama la atención. Algo así me pasó con T. Nos saludamos con una efusividad inusual, cómplice, con una alegría contenida. Ella llevaba cuatro o cinco libros debajo del brazo: una edición del Quijote en miniatura, La Perla de Steinbeck, unos cuentos de Poe.

De pronto preguntó qué opinas de Steinbeck y yo dije sólo he leído La Perla y me la dejé a medias, qué coñazo, el indio arriba y abajo, que le falta la respiración, el tembleque de la barcaza, el sol, las gotitas brillantes en su espalda, otra zambullida, el refulgir de una perla en el fondo marino, ¡ya basta! No necesito toda esa descripción. Le solté eso y me sentí mal inmediatamente, por Steinbeck y por ella, por si la había ofendido. Dijo no, no, yo tampoco he leído nunca a Steinbeck, pero creo que lo dejaré para otra ocasión.

Hablamos de la superioridad de la novela de terror sobre las películas de ese género y también de lo que puede uno llegar a reírse con un clásico español, digamos, por decir algo, del siglo XVI. Sentí de repente que estaba desnudo; que había bebido de más y había contado mis intimidades. Fue una vergüenza extraña, de primera cita, pero creo que T. lo comprendió y se sonrió antes de marcharse.

Nos despedimos como si hubiéramos hecho juntos algo indebido. Al menos yo experimenté ese remordimiento aliñado de excitación que siento cuando veo solo un capítulo de esa serie a la que un amigo y yo nos hemos enganchado, que es lo mismo que me pasaba cuando robaba galletas de la despensa de la madre de mi vecino y que supongo que es lo que deben sentir los amantes furtivos después de un acalorado encuentro sexual en un motel de carretera en Denver, Colorado.

Los libros son ahora eso: un placer prohibido. Hablar de literatura se hace a hurtadillas, lejos de la mirada atenta de Facebook y de Instagram, donde debe parecer que uno come veggie, practica surf, tiene muchos amigos y va de fiesta cada fin de semana.

Ese día no salí. Me senté en la cama con uno de los libros que había comprado y lo leí de cabo a rabo. Cuando lo terminé a las dos de la mañana me convencí de que no debía contárselo a nadie. Los placeres prohibidos, para ser tales, han de ser secretos.

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