Espiral

Yo ya conocía a Teo Peñarroja cuando empezó la universidad el primero de septiembre de 2014. Un tipo curioso. Pesaba diez kilos menos que ahora y su barba ‒que dejó crecer como reivindicación después de terminar con su primera novia, que no fue su primer amor‒ no podía tomarse en serio. Ningún compañero le felicitó por su dieciocho cumpleaños, apenas dos semanas después de comenzar los estudios superiores.

Hay, que yo sepa, tres o cuatro formas geométricas de enfrentar la vida: el círculo, la línea, la espiral y el rizoma (y esta es ya bastante infrecuente). La vida circular corresponde a existencias fundamentalmente apolíneas o grecolatinas. Optan por una vida lineal las personas de mentalidad judeocristiana o marxista. La espiral es la forma en que viven los hombres posthegelianos, y el rizoma es una apuesta arriesgada, la del ser humano después de la muerte de Dios, en el manicomio.

Teo Peñarroja era un adolescente que vivía inserto en el círculo cuando se mudó a Pamplona. Creía firmemente que la vida constaba de etapas que se iban cerrando. Llegaba el final de algo, cobraba sentido absoluto, se cerraba el capítulo. Así, por ejemplo, miró antes de irse el ocaso en el horizonte montañoso de su pueblo creyendo que sería la última vez que lo vería (no lo creía de verdad, pero actuaba como si lo creyera). Le regaló una pulsera a su madre, en clara alusión a los caballeros errantes. Respiró hondo al salir por la puerta, pensando que ya no se llevaría a cuestas los dramas cotidianos que había combatido los años anteriores. He aquí una lista de actitudes que adoptó Teo Peñarroja durante su primer año de carrera:

– Creyó que estaba llamado a cambiar el mundo y que lo lograría en un brevísimo espacio de tiempo.

– Escribía “metafísica” en mayúscula (sic.: Metafísica)

– Creyó que el amor dura para siempre. (Un domingo por la tarde vio una película en Antena3 en la que un personaje pronuncia esta frase: “Cree en el amor eterno, por lo tanto o es católico o es gilipollas”).

– Miró por encima del hombro a quienes no creían a)que el amor es para siempre, b)que se puede cambiar el mundo, o c)todas las anteriores.

– Empezó a viajar sin su familia y se sintió por ello un hombre de mundo.

– Empezó a leer filosofía y literatura y se sintió por ello un hombre culto.

En general, se sintió abrumado por la libertad, feliz y chispeante como un vaso de lambrusco al mismo tiempo que ridículamente patoso en lo que se refiere a la gestión de sus escasas habilidades sociales. El resultado era más lamentable cuando se proponía seriamente quedar bien delante de alguien, fuera el padre de su novia, un tipo de un curso más o la chica con la voz de bajamar.

Luego la vida siguió su curso. El proceso de su formación universitaria fue propiamente un antiproceso, un movimiento de des-aprender al más puro estilo socrático. Abusando un poco de la hipérbole me atrevería a decir que lo único que de verdad aprendió Teo Peñarroja en la universidad es que no sabe nada.

Luego escribió, publicó, se avergonzó de lo que había escrito. Escribió papers, reportajes, cartas de amor, entrevistas, diarios, noticias, blogs, correos electrónicos, reivindicaciones, discursos de autoayuda, media novela, algunos documentos administrativos e incluso llegó a redactar un texto de doscientas páginas titulado Confesiones desgarradas en forma epistolar.

Teo Peñarroja amó hasta que creyó que se le iba a partir el pecho de la felicidad y luego, un día, dejó de hacerlo. Por primera y única vez tuvo la amarga sensación de haber cometido un error irreparable.

Leyó algunos buenos libros de los que nunca se ha avergonzado, al menos hasta donde yo sé. Sobre todo hizo muy buenos amigos: amigos que se parecían tanto a él que era sorprendente que no se hubieran conocido antes. Pasaron noches enteras aullando a la luna, convencidos de que en una hora más conseguirían desentrañar al menos una de las grandes incógnitas del corazón humano.

Una de aquellas noches, un amigo suyo le preguntó: “Si Dios se tomó la molestia de bajar a la Tierra, ¿qué le habría costado escribir un librito de metafísica?”. Probablemente aquel fue el día que comenzó a escribir metafísica en minúscula. La respuesta se la tuvo que dar a sí mismo poco a poco. Si Dios no quiso hacer un libro de metafísica sólo pudo ser por dos motivos: porque no quiso o porque no pudo. Supuesto que Dios sea bueno, no habría ningún motivo por el que no quisiera revelarnos cómo es Él en realidad. Por lo tanto Dios no puede escribir un libro de metafísica para hablar de Sí mismo. Por lo tanto la única forma de hablar de Dios es la que empleó Jesucristo, es decir, la parábola, la metáfora, el cuento.

Y ahí empezó a tomarse más en serio el oficio de contador de historias.

Otra cosa que aprendió en la universidad: que la esperanza es una virtud teologal, es decir, recibida. Si no te la dan no puedes tenerla.

Ocurre que los padres de cierta persona son un matrimonio infeliz, dos soledades yuxtapuestas que han conseguido que su prole no confíe en nadie. Ocurre que a cierta persona la violaron. Ocurre que las drogas consumieron a aquel otro. Ocurrieron también estas cosas: una persona fue asesinada, otra ingresó en la cuarta planta de la clínica, la de Psiquiatría, otra se suicidó; cayeron algunos de los hombres que Teo Peñarroja imaginaba más fuertes, la depresión arrastró a unos cuantos, una persona descubrió que no es hija de su padre, muchas enfermaron, unas cuantas pasaron o no pasaron un cáncer.

Por decirlo breve: la vida enseñó los dientes en la carne de mucha gente cerca de aquel chaval, y un poco también en la suya propia. Entonces Teo Peñarroja bajó del caballo y mostró a la gente que se mantiene con vida un profundo respeto, y a los que sonríen después de tantos años les levantó un altar. Como dijo aquel profeta laico, hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay otros que luchan muchos años y son muy buenos. Pero los hay que luchan toda la vida; esos son los imprescindibles.

Aquella fue, ha sido, la gran lección que aprendió Teo Peñarroja en la universidad: que el mundo no puede vivir sin esos imprescindibles.

Junto con aquellas cosas, ocurrieron otras que se entrelazaban como en la trenza de una nena vestida de rosa o en una silla de mimbre: se enamoró otra vez, descubrió América, hizo más, mejores amigos, quiso más hondo, como la raíz de una palmera, a su familia, lloró de alegría viendo el Mediterráneo desde un faro, comió sushi, compró libros, se reconcilió con sus pies de barro.

En una palabra: dejó de creer en los héroes y en los santos, en los círculos cerrados, y aprendió a amar a los hombres imprescindibles, que resultaron no ser los perfectos, sino los que luchan toda la vida. Cambió sin darse cuenta su concepción circular de la vida por una idea espiral del crecimiento. Las etapas, los años, las historias, ya nunca los verá como secuencias cerradas. Son otra cosa. Son una cosa que crece desde un centro minúsculo y que no se cierra nunca y que pasa cada vez por el mismo sitio, pero no es el mismo, sino que está un poquito más lejos. La espiral es el dibujo de un niño chico que no alcanza a trazar un círculo. La vida es un compás estropeado.

Hace unos días se graduaron casi doscientos universitarios y entre ellos estaba Teo Peñarroja. Se sintió desconcertado después de todo. Fue todo, sí, emocionante, pero él no se emocionó. Se dijo que en unos días, que en la carretera, entonces ya le caería una lágrima. Pero tampoco fue. No fue porque no puede ser. A pesar de los discursos y las despedidas y los cambios no se cierra ninguna etapa. La sensación fue para él como la de meter un ataúd en un nicho una mañana soleada de agosto, mientras los pájaros cantan. No, nada se termina. La espiral sigue en movimiento.

Yo lo conozco desde hace muchos años. Es un tipo raro, ese Teo Peñarroja. Ya no sabe escribir, pero al menos sabe que no sabe. Creo que, en el fondo, es lo único que ha logrado aprender: que no sabe.

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