
Cuando sea un célebre intelectual de izquierdas, profesor asociado, digamos de la Universidad de Buenos Aires, y visiting scholar de Columbia o Yale, tendré la casa de mis sueños. Será, con toda probabilidad, un antiguo rancho que habré restaurado con mis propias manos.
La encontraré por casualidad en un paseo por la precordillera. Tendrá un cartel de se vende, una pequeña torre, los restos de un comedor amplísimo que dará a un patio con una fuente y se adivinará lo que quedó de un porche.
Las primeras semanas de restauración serán duras porque la casa, realmente, era una ruina. Lo que haremos mi pareja y yo antes que nada será asegurar la torre, que es de base cuadrangular. Reconstruiremos el pasamanos de la escalera, lijaremos el suelo de madera, cambiaremos el techo. Barnizaremos el piso, que ya olerá a nogal o a pino anciano, mandaremos duplicar el tamaño de la ventana que da al Oeste, hacia el Pacífico, y traeremos las cristaleras de la casa de su difunta madre, que encajarán perfectas. Nos lloverá una noche o dos, antes de arreglar el techo, a pesar de ser verano. Se nos colará el agua por las goteras, sobre la manta con la que nos taparemos, nos dará la risa y haremos el amor.
Después construiremos, mientras escuchamos un vinilo de jazz fusión y otro de un grupo indie francés, una estantería de madera gruesa que llegará hasta el techo, y la llenaremos con todos nuestros libros. Cuando hagamos el recuento nos saldrán más de dos mil. En el estante principal estarán los nuestros: yo, por entonces, estaré a punto de publicar mi quinta novela ‒en dos volúmenes, que se venden mejor‒ y ella habrá editado tres poemarios, el último de los cuales, Poemas de amor tardocapitalistas, habrá recibido las mejores críticas y una reseña en la versión en español del New York Times.
Por último instalaremos una alfombra preciosa sobre la que nos descalzaremos y declamaremos poemas de Pizarnik y un gran escritorio sin cajones que nos recuerde lo espartano del oficio, y que también estará orientado a poniente.
Sólo después de haber arreglado la torre, que será nuestro lugar seguro, dedicaremos aún algunos meses a tirar tabiques, encalar paredes, comprar muebles. Tendremos un paellero de obra y un porche con buganvillas, muchas habitaciones, al menos diez, para los muchos hijos que tendremos y nuestros amigos y los suyos, que vendrán a nuestra isla de Calipso para escapar del mundanal ruïdo.
Allí tendremos todo lo indispensable para la felicidad: nuestro amor, nuestros libros y la estúpida esperanza de que todo es todavía posible. Allí, en nuestro refugio que mirará, sin verlo, al Pacífico, haremos las cosas como se hacían antes: creeremos que vale la pena matar y matarse por amor, que las revoluciones las mueven los ideales, que más allá del puerto acechan sirenas, minotauros y calamares gigantes. Será una casa para la hospitalidad, donde todo el mundo será bien recibido. No habrá internet, pero en invierno encenderemos una enorme chimenea junto a la que leeremos los cuentos de Borges hasta que nos pueda el sueño.
La casa no tendrá ninguna ventana abierta hacia el oriente. No querremos ver, ni de lejos, la sombra de Europa. Allí ya no se puede nada. La tierra está vieja y los hombres ya lo han visto todo. Allí ya no nos queda nada más que pavimento, rascacielos y prozac.
Todo esto te daré si, postrándote, me adoras.