Era el 1 de noviembre de algún año de mi infancia: mi primera imagen de la muerte. Ropa de domingo, un día primaveral y mi padre de pie delante de la tumba de los suyos. La lápida es de mármol negro y, junto a una cruz, hay grabadas dos lámparas de aceite cuyas llamas se funden en una sola iluminando una hostia. «Descansan aquí hasta que resuciten en Cristo», se lee debajo de los nombres de mis abuelos y las fechas en que nacieron y murieron, todas anteriores a mi alumbramiento. Mi padre rezaba. Padrenuestro, avemaría, gloria. Requiescat in pace. Amen. La muerte hablaba en latín cuando yo era pequeño.
La tía Carmen murió en verano, años más tarde. El nicho en el que la enterramos está a ras de suelo y la caja raspaba la gravilla cuando la introdujimos en el agujero. Hacía mucho calor. Los pájaros y las campanas cantaban y el ambiente era de algún modo festivo. Aquella paradoja me hacía sufrir.
Ese agosto murió la tía Herminia. Su agonía, ese respirar que no tomaba aire, era hipnótico y cruel. Recuerdo el velatorio en casa de mis abuelos, la presencia silenciosa y respetuosa de su cadáver. Recuerdo el llanto de un bebé recién nacido. Recuerdo cómo bajamos a hombros hasta la iglesia la caja cubierta de flores.
Un día un hombre se tiró del campanario de esa iglesia. El sonido de un cuerpo humano precipitado sobre el asfalto se parece al de una sandía cuando se parte en dos.
Las primeras imágenes que atesoró mi retina adolescente sobre la muerte tienen que ver con lo litúrgico, con lo íntimo y con la vida. Sin ruido de palabras fui comprendiendo el lazo secreto que ata a los vivos y a los muertos. Aprendía a habitar el misterio del dolor que conlleva este paseo en barca por los ríos que van a dar a la mar.
Hay algo obsceno en intentar despojar a la muerte de su fealdad, de sus espasmos y de su inoportunidad. La muerte aséptica, invisible, clínica, no es una muerte humana. La dignidad del hombre pide atravesar el umbral del misterio, el luto y el rito.
He leído alguna cosa sobre el transhumanismo, sus líderes y facciones, quimeras y discusiones. Son tipos que buscan el mejoramiento humano, una corriente que pretende, bien a través de la edición genética o de la implantación tecnológica (utopías hay para todos los gustos) que seamos más que humanos. Que podamos, qué sé yo, vivir doscientos años o ver en la oscuridad o alimentarnos de oxígeno. O también subir (upload) nuestra conciencia a la nube y vivir eternamente como avatares de cualquier multiverso.
En el fondo, se ha tratado de eso desde la historia aquella del árbol de la ciencia del bien y del mal: de vivir para siempre. No somos tan distintos de aquellos que buscaban la piedra filosofal, por muy sofisticados que nos pensemos. Y el paso previo a la abolición de la muerte es esconderla. Qué cosa tan incómoda, morirse. Qué desagradable el dolor. Qué falta de pudor ir por ahí exhibiendo la soledad o el sufrimiento. Instagram no lo tolera. La sociedad del bienestar es inflexible en su mandato: se debe estar bien.
En el castillo de Javier (Navarra), donde nació san Francisco, hay una capilla pequeña adornada con un crucifijo y unas pinturas murales de finales del XIV que representan la danza de la muerte. Son muy inusuales en España y me llamaron poderosamente la atención. Al principio me pareció irreverente encontrar aquellos enormes esqueletos bailando alrededor de Jesucristo. Pero pronto comprendí que la gente que pintó aquello y que rezó en esa estancia vivía su relación con el final de una manera mucho más verdadera que yo.
Es urgente que nos reconciliemos con la parca: que comprendamos que nuestro modo de ser —ser en el tiempo o ser-ahí, como señaló Heidegger— viene marcado precisamente por la finitud. Sólo si vivimos en la seguridad de que nuestros cuerpos se descompondrán podrán nuestras almas inmortales, como aquellos esqueletos de Javier, bailarle el agua a la muerte.