Al geranio que me regaló Alfonso le han salido hongos. Hay una docena de hongos que pueden atacar a los geranios, y los que le han salido al mío parecen de los más benévolos: sólo afectan al suelo y se generan por una tierra demasiado húmeda. La solución es no regar en unos días. Sin embargo, esto ha resultado un importante contratiempo en mi carrera de jardinero, ya que hasta ahora me jactaba de haber resucitado una palma muerta, de cuidar la kentia más exuberante a este lado del meridiano de Greenwich, de haber creado un pretencioso jardín vertical de cactus y de cultivar una exquisita monstera deliciosa de interior que me dio mi padre.
La práctica consciente de la jardinería se remonta en mi caso a finales de mayo de 2021, cuando volví de mi luna de miel. Durante las semanas previas hubo una discusión latente con Ana, mi mujer: si nos convenía tener en casa plantas naturales o de plástico. Ella era partidaria de las plástico porque no se mueren, no hay que regarlas y no atraen a los bichos. Yo, en cambio, por una convicción dizque bioestética cuyo origen no logro rastrear, no podía transigir en aquel atropello. Quedamos en que podríamos tener plantas si yo me hacía responsable de los vegetales domésticos y un día fuimos a un vivero.
Las plantas de interior no sirven para nada. No producen nada comestible y la salubridad del planeta no depende de ellas. Tampoco, a decir verdad, requieren grandes cuidados. Basta con regarlas una vez a la semana en verano y algo menos en invierno, y con podarles las hojas muertas algún domingo temprano. Sin embargo, encuentro un gozo íntimo cada vez que descubro un brote, una rama a punto de estallar, una flor agazapada, como si el ciclo de la vida correspondiera, obediente, a mis esfuerzos agrarios. Pero no sólo disfruto con los resultados de una actividad tan simple, sino que encuentro un extraño placer en perder el tiempo con mis plantas. Esos pocos minutos que dedico a incrustar en la tierra palitos de abono, a calcular el riego necesario para que no se desborde la maceta y el agua terrosa acabe rebasando el plato y ensuciando el suelo son un tiempo exquisitamente perdido.
He empezado a leer la Biografía del silencio de Pablo d’Ors. El autor comparte en ese ensayo su experiencia al adentrarse en la práctica de la meditación. Dice en un párrafo de las primeras páginas: “Para alguien como yo, occidental hasta la médula, fue un gran logro comprender, y empezar a vivir, que yo podía estar sin pensar, sin proyectar, sin imaginar, estar sin aprovechar, sin rendir: un estar en el mundo, un confundirme con él, un ser del mundo y el mundo mismo sin las cartesianas divisiones o distinciones a las que tan acostumbrado estaba por mi formación”.
Creo que cuando decimos eureka ante una página de un libro lo que ocurre es que quien la escribió consigue explicar algo que nosotros ya habíamos pensado antes, pero peor. Es como vernos en un espejo limpio. Por supuesto no es la única ni la mejor lectura posible, pero es una de las maneras de la literatura, y fue la que me asaltó con ese párrafo. Me dije caray, eso es lo que me pasa con las plantas, lo que anhelo muchas veces a lo largo de la semana: no matar el tiempo, sino perderlo.
A pesar de que existe una amplia contracultura en este aspecto, que abarca desde los conventos de religiosas contemplativas hasta prácticas como el mindfullness o el reiki, la cultura dominante sigue siendo la de la productividad. Le oí decir a una sabia filósofa, a propósito del multitasking (una práctica que en ese momento tenía yo muy arraigada, hasta el punto de haber aprendido a conciencia los secretos de cierta técnica de gestión del tiempo) que la cultura jamás ha progresado por la dispersión, sino por la concentración. Non multa, sed multum, como ya anotó Plinio el Joven.
A propósito de esa crítica de D’Ors a Descartes me acordé también de una clase de filosofía en la que el catedrático quiso refutar al autor del Discurso del método señalando la máxima clásica de que a cada saber le corresponde su propio método. Y probablemente sea esa una de las lecciones que nosotros, los cartesianos, hemos olvidado: medir la productividad es bueno cuando estamos ante un ser dirigido esencialmente al producir —digamos, por ejemplo, una sandwichera—, pero no cuando lo que tenemos delante tiene otra naturaleza, como puede ser la de un poema.
Los seres humanos, aunque producimos, no estamos hechos para producir. Eso sería una especie de cualidad accidental. Nos parecemos más a un poema que a una sandwichera: va más con nosotros la contemplación que la acción, la concentración que la dispersión, el multum que el multa, perder el tiempo que matarlo.
No hacer nada requiere mucho esfuerzo, y además, aunque suene contradictorio, la quietud es una actividad vertiginosa. La vida nos distrae muchas veces con todas esas limitaciones que nos impone la temporalidad: comer, dormir, trabajar, todo eso. Por eso —ahora lo sé— tengo en la sala de estar la kentia más exuberante a este lado del meridiano de Greenwich, una exquisita monstera deliciosa y el geranio que me regaló Alfonso con sus hongos benévolos. Qué gozo me produce, ahora que lo pienso, no poder hacer nada para remediar lo de los hongos. La cura consiste, ¡oh, paradoja!, en no hacer nada.