Kilómetros y kilómetros de asfalto sobrecalentado ejercieron de musa para muchos artistas del siglo pasado, con especial mención a los cantantes de música country. Casi todos hemos entonado aquel himno de John Denver: «Country roads, take me home, to the place I belong». Pero el género está plagado de referencias automovilísticas. Como el camionero de Back Home Again, para quien diez días en la carretera are barely gone. O el protagonista del Sweet Baby James de Taylor, que tenía una canción especial para cuando salía a la autopista. No sé si hoy, con la gasolina más barata de la ciudad a 1’71 euros el litro, esas acústicas rasguearían los mismos acordes, o si se volverían tan elegíacas como los versos de Miguel d’Ors, que nos dejaba las autopistas / que exhalan el verano en la hora despoblada de la siesta.
Las carreteras ejercieron para nuestros predecesores una fuerza evocadora, imantada, me pregunto si por el propio gusto del viaje o por la promesa del destino, poco a poco, sin pasar de los cien por hora. Hasta mi abuelo Leopoldo, que era juez y no tenía carné de conducir, soñaba con ser camionero para poder pasar horas en la carretera.
Cuando uno vive a cuatrocientos sesentaidós kilómetros de su familia pasa bastantes horas en autobuses, trenes y coches compartidos, y tiene, por tanto, tiempo para pensar en la carretera. Tiene fresco el recuerdo de las rodillas entumecidas y los pies hinchados al bajar del Bilman a las cinco de la mañana. Tiene una colección de personajes excéntricos a los que ha conocido en BlaBlaCar. Tiene una opinión sobre la cafetería de la estación de Zaragoza, un atajo para evitar el peaje, una querencia por la longaniza seca de cierto bar de Cariñena y hasta un ránking de baños de estación de servicio. Tiene una espinita clavada por no haber comprado un boleto para la cesta de Navidad del bar Mariano de Calamocha. Tiene el recuerdo de una tormenta de granizo que le hizo detenerse a comer cerezas en el arcén. Tiene una conversación profunda con su padre. Tiene —tuvo— un llanto contenido. Tiene siempre una pregunta en la punta de la lengua.
La pregunta, supongo, es la de todos los viajeros. La pregunta de Ulises, de Abraham, la pregunta fundacional de Occidente: ¿A dónde voy? ¿Estará Ítaca al final de la carretera, o la tierra prometida? Parecen dos viajes en direcciones opuestas: Odiseo vuelve a casa, añora el hogar, mientras que Abraham abandona su tierra, busca una nueva, que mana leche y miel. Y sin embargo ambos buscan desesperadamente ser sí mismos, cumplir su misión. Todos experimentamos, de un modo u otro, la tensión entre la aventura y el hogar.
Mi generación es probablemente la primera que, de modo generalizado, vive desarraigada. No somos de ninguna parte en concreto. Ni siquiera los vínculos de la sangre significan ya gran cosa cuando el tejido social no lo forman familias sino más bien individuos. No somos de aquí, sino que estamos aquí: en esta ciudad, en este trabajo, en esta relación. No es de extrañar que los nacionalismos y los identitarismos de toda clase hayan encontrado en nuestro siglo un exquisito caldo de cultivo. ¿Tenemos un hogar al que volver?
Voy a empezar a hacer la maleta de Carmen. ¡Qué cantidad de bártulos necesita un bebé! Vamos a cruzar la Península para pasar la Semana Santa con nuestras familias. Calculo que a la altura de Tudela seré el único despierto en el coche. No me molesta, sobre todo por la mañana. Puedo pensar sin más distracciones que el paisaje. Pero estoy seguro, maldita sea, de que esta vez no podré dejar de hacerme la dichosa pregunta.
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